viernes, 30 de noviembre de 2007

Como nunca antes.

Fin de mes. Día de pago. Y, encima, viernes. Una hermosa unión.
Pero no. No. Me lo dan todo en bandeja y no puedo lograr ser feliz. Quizá se deba a que soy un miserable. O que esta oficina supo roer cada fibra de mi alma hasta que yo ya no pueda sonreír. Quizá sea por la perenne tos de esta mujer. O por la risa odiosa, ese siseo vomitivo, de la Crazy mother fucker mientras hurga en Sexy o no buscando una víctima. O Paz tarareando los mp3s de Paulina Rubio que están en su disco rígido. O la tos de esta mujer. O la tos de esta mujer. O la tos de esta mujer.
No la soporto. Me pongo los auriculares. Antes que empiece la canción subo obscenamente el volumen. Y clickeo. Icky thump de The White Stripes ruge en mis oídos y me aparta de este lugar. Es el año 1846 y estoy en Inglaterra. En una esquina toca aquel violinista mendigo que terminaría por ser famoso y adinerado pero mis sentidos están cernidos sobre las cortesanas y sus encantos. Una pelirroja con el pecho a punto de reventar por su corsé me mira como tal vez nunca me miró una mujer. Y me sonríe de la misma manera.
Siento un tap tap sobre el hombro. Giro. Icky thump ya no es escapismo. Es ruido. Pastelito está al lado mío, mirándome. Me señala al teléfono. Estaba sonando y desde la Inglaterra del 1846 no me había dado cuenta. Atiendo. Un yanqui inoportuno. Me pide unos datos sobre no sé qué cosa. Busco en mi computadora. De reojo no puedo evitar ver a Pastelito a mi lado, inmutable. El yanqui encuentra la información antes que yo. Me pide perdón y cuelga. Voy a ponerme los auriculares. Pero ahí está. Ahí sigue estando. Pastelito. Y, por supuesto, la tos de esta mujer. Lo miro. –¿Sí…?
–Te migraron la máquina, ¿no es cierto?- me pregunta. Asiento con la cabeza. Frunce los labios. –No tenés acceso al CD pero estabas escuchando música. ¿Cómo?
Me encojo de hombros. Pero me doy cuenta que eso no es suficiente. –Mp3.
–¿Mp3?
–Mp3, sí. Había grabado un par en la máquina y… ¿y a vos la verdad qué carajo te importa si sigo laburando como siempre?- protesto para, sin esperar su respuesta, ponerme los auriculares y que Icky Thump vuelva a rugir en mis oídos. Las promesas de las cortesanas están ahí todavía, pero necesito permanecer aunque sea un segundo más en la oficina para verlo derrotado. A veces llega el tiempo en el cual es imposible ser sutil. Y sí. Pastelito se va de mi lado y regresa a su lugar. Ahora sí me entrego de lleno a aquellas mujeres. Las recorro con todos mis sentidos y ellas hacen lo mismo conmigo. Hasta que mi mano recorre un tacto que le es familiar. Amazon woman me sonríe entre las cortesanas. –El escapismo es la salida del cobarde.- me dice la sinvergüenza- Muy esperable de vos.- agrega.
Le voy a contestar pero me despierta un sonido agudo, estridente. Miro alrededor, asustado. No están Amazon woman, ni las cortesanas. El sonido era el del Outlook al recibir un nuevo mail. Es de Pastelito. Va dirigido a toda la empresa. Lo voy a borrar cuando mis ojos se posan en unas palabras que llaman mi atención. Aquellas palabras son mi nombre y apellido. Lo leo.

Wilfredo Rosas me ha informado que varios de ustedes conservan mp3 en sus discos rígidos. Queda estrictamente prohibida la música en esta empresa ya que no pueden escuchar cuando reciben una llamada y es imperioso responder si nuestro cliente se trata de comunicar con nosotros. He elevado un pedido a IT y se hará una auditoria en cada PC para localizar y eliminar todos los archivos de mp3s. A su vez, anticipo que queda totalmente prohibido traer a la oficina cualquier tipo de reproductor de música.

Frunzo los labios. Borro el mail. Aprieto con fuerza la pelotita anti-stress que le había robado a Pastelito. La aprieto como nunca antes había apretado algo.

jueves, 29 de noviembre de 2007

La seguridad de los objetos.

Nunca se los conté. El lunes, cuando Pastelito se había ido a almorzar, me senté en su lugar. Me iba a loguear en su computadora cuando algo me detuvo. Miré alrededor. Lo único que diferenciaba su escritorio del mío eran los objetos que él tenía sobre el mismo. Y, créanme, estaba repleto de cosas. Papeles, una taza de café, botellita de agua, fotos, paquete de aspirinas, una pelota anti-stress y un listado de los celulares de todo el piso. No recordé haberle pasado mi número pero me fijé y ahí estaba nomás. Esa cifra que a mí me resultaba tan familiar estaba perdida entre otras aparentemente iguales pero por completo ajenas, ignoradas.
Me parece que fue en ese momento cuando me di cuenta cómo vengarme. Y lo vengo haciendo, de a poco, cada día.
Creo que hay cierta seguridad en los objetos. Nos encarnan, nos dan una ilusión de continuidad. No por nada coleccionamos, guardamos, ordenamos. No por nada juntamos sobrecitos de azúcar de bares a los que fuimos con nuestras parejas, o archivamos sus cartas en el cajón de las medias. No por nada alguna de nuestra ropa de bebé, y algún que otro chupete y juguete, estarán en una cajita en el placard de nuestros padres. No por nada cuando a mi abuelo se le prendió fuego la biblioteca de su casa lloró. –Había leído todos esos libros, y probablemente nunca los iba a leer otra vez, pero no puedo explicar la angustia que siento.- se lamentó.
Así que, con la crueldad que un tímido y melancólico como yo puede concebir, decidí volverme fuego.
Agarré el listado de celulares del piso que tenía Pastelito. Recorté su nombre y número y encimé con cuidado los dos pedazos de papel del listado. Le saqué una copia. El resultado: no quedó evidencia de Pastelito en entre todos los nombres y números de la oficina. Hice lo mismo con el calendario anual que está pegado en la cartelera rumbo a la cocina. Borré con liquidpaper el nombre de Pastelito, le saqué una copia y dejé el nuevo calendario en la cartelera.
Y así me reparto, cada día, para consumir alguno de sus objetos, de sus encarnaciones en esta oficina. Un día le desapareció una foto suya del escritorio. Otro día, una pequeña pila de papeles de trabajo. Ayer, que vine a las siete de la mañana, saqué de la cartelera las fotos que sacaron cuando celebramos el medio año con los hindúes. Bajé. Les saqué fotocopias en color y subí para dejar las copias. Me llevé los originales a casa. Estuve con mi primo escaneándolos y, con su ayuda en el Photoshop, borramos a Pastelito de cada una de las fotos. Hoy vine temprano también. Las reemplacé. De paso aproveché y le saqué la pelotita anti-stress.
Ahora está Pastelito mirando las fotos, en el pasillo que va a la cocina. Las mira y toma un trago de café. Tiene una expresión de desconcierto. Le quiere preguntar algo a cada uno que pasa pero no se anima. Mira y toma un trago de café. Lo toma desde un vasito de plástico ya que también el fuego consumió su taza.

miércoles, 28 de noviembre de 2007

Necesitar.

La felicidad se encuentra en la comodidad. La comodidad se encuentra en la resignación. Por lo que, supongo, podría simplificar esta sucesión y simplemente decir que la felicidad se encuentra en la resignación. A veces necesito creerlo.
Necesito creer que soy feliz con tan sólo mirar un par de capítulos seguidos de The Office. Necesito creer que si cruzo la mirada durante diez segundos con la mujer de hoy del subte –esa paradisíacamente hermosa mujer que no debía pertenecer a la ciudad sino a una isla desierta y tropical, conmigo, una isla poblada por encantos y por terrores lo suficientemente macanudos como para asustarla pero no a mí y, entonces, poderla defender–, decía que necesito creer que cruzar la mirada durante diez segundos con ella es igual a hablarle, a besarla y abrazarla para perderme en su perfume. Es el consuelo del cobarde. Como lo mencioné, no es algo que desee sino algo que necesito. Así como necesité creer que si me cancelaron una clase de un curso pago, como ayer, eso no estuvo tan mal. Que podía darme la oportunidad de comprarme un libro y sentarme en un bar hasta que ella llegara. Y necesité decirme que la colección de relatos y poesías de Erik Satie, un compositor que me encanta, no está tan mal. Por más que sea una colección de delirios. Necesité creer que fue una buena compra, que no fueron 25 pesos tirados justo a fin de mes. Necesité creer que esa única poesía que encontré justificaba todo el libro. Necesité creer que no era un pendejo al memorizarla. Necesité creer que cuando ella llegó al bar lo hizo con otro motivo más que para devolverme lo que yo me había olvidado en su casa. Por más que, desde sus cuatro metros de altura, me haya dicho que no quería incomodarme al darme esas cosas en la oficina. Necesité creer que si me preguntó por el libro que me había comprado era para sacarme conversación. Necesité creer que esperaba eso de mí. Y, como necesitaba creerme que el libro estaba bueno, le comenté que era interesante, que tenía un pasaje con el que me sentí muy identificado. Necesité asentir con discreción cuando me pidió que le lea ese pasaje. Necesité comentarle, al pasar, que ya me lo sabía de memoria. Necesité recitárselo mirándola a los ojos.

Busque, señorita.
Quien la ama está a dos pasos.
Qué pálido está: le tiemblan los labios.
¿Se ríe usted?
Él se sostiene el corazón con las dos manos.
Pero usted pasa sin darse cuenta.

Necesité no hacer más que fruncir los labios cuando me dijo que era un idiota. Necesité no rogarle para que se quedara cuando se fue del bar. Necesité guardar la bolsita que me trajo y el libro en mi mochila, con discreción. Nunca me gustó mostrarme dolido frente a un mozo. Necesité ir a mi casa y ver un par de capítulos seguidos de The Office. Necesité creer que era feliz con tan sólo mirar un par de capítulos seguidos de The Office.

lunes, 26 de noviembre de 2007

Como siempre.

Si se retoma una rutina se retoma como siempre ha sido. Es decir, hoy, después de cuatro días sin venir a trabajar, llegué criminalmente tarde.
Me siento. La mujer tose. Tiembla mi escritorio. La miro con el bostezo del odio. Me logueo en la computadora. La mujer tose. Yo toso. Dejo abriendo un programa del trabajo mientras me conecto al Ebuddy. La mujer tose. Yo toso. Abro LaNación online para ver la viñeta de Liniers. La mujer tose. Yo toso. Sonrío y paso al chiste de Tute. La mujer tose. Yo voy a toser cuando lo veo a Pastelito a mi lado.
–Wilfredo…- me dice- Esto no puede seguir así.
Asiento con la cabeza, con expresión preocupada. –Esto no puede seguir así.- repito- La distribución de la riqueza es cada vez más mezquina, el medioambiente está agónico, la humanidad—
–No, Wilfredo.- interrumpe- Yo hablaba de que llegues tarde.
–Ah. Pensé que no podían continuar las miserias de este mundo. Pero si preferís concentrarnos únicamente en que haya llegado una hora tarde, bueno, me parece válido—
–Casi dos horas tarde.- me corrige Pastelito- No te olvides que soy yo el que designa los bonos anuales.
Lo miro. Cada célula de mi cuerpo es un hombrecito pequeño, que entrecierra sus ojos con odio, respira profundo y le grita a Pastelito. Le grita que es un caradura, que aunque sea anatómicamente imposible le voy a meter todos los sweaters pasteles que tenga por la garganta para callarlo de una vez por todas. Pero, en cambio, frunzo los labios. Para mí esta mueca significa que tal sólo voy a postergar el grito. Para él, que me resigno. Pastelito sonríe. –Tratá de llegar más temprano. Si querés recuperar esta hora quedate adentro en el almuerzo.
–Pero no se puede comer acá.
–No es mi problema. Sólo te lo decía como consejo.
Asiento con la cabeza. –Buen consejo.
Pastelito, contento, se va a su lugar. La mujer tose. Yo toso. Reviso mis mails. Mientras tanto escucho de fondo un abanico de conversaciones sobre el fracaso de la fiesta, que revisaron la comida y no estaba intoxicada, que la mujer tose, que tiene que haber otra fiesta y qué se yo qué más.
Gutiérrez se me acerca. –¿Vamos a McDonalds al mediodía?- propone, entre la tos de la mujer- Tenemos que ver cómo le acercamos a RRHH el pedido para una fiesta de fin de año después de lo que pasó…
Lo miro. La mujer tose. Yo toso. La propuesta de Gutiérrez es sin dudas interesante. Pero niego con la cabeza. –No, hoy no puedo salir.- declino. Voy a seguir el consejo de Pastelito. Me voy a quedar adentro al mediodía. Me voy a loguear a la computadora de Pastelito. Tendré mi venganza. Si se retoma una rutina se retoma como siempre ha sido.

viernes, 23 de noviembre de 2007

Ojalá.

Suena el teléfono. Sé quién es. Es antes pero sé quién es. Lo dejo sonar tres veces. Atiendo. Me da todos los detalles. Le agradezco y le digo que la voy a volver a llamar.

A veces tomamos a lo ajeno como propio, como algo natural. En general, se debe a que nos lo embuten de esa manera. ¿O no nos parece una práctica normal que una mujer recién depilada deje caer por sus piernas un pañuelo de seda, como hemos visto en tantas publicidades? ¿O no nos parece incuestionable que la Navidad venga con nieve? ¿O no nos parece propia la increíble cantidad de películas y series que hemos visto donde una familia se junta para el Día de Acción de Gracias, una festividad que nos es tan foránea como impropia? Pero las hemos visto. Y yo, hoy, la vivo.

Abro la calculadora en mi computadora. Sumo. Resto. Divido. Suspiro.

Ayer y hoy fue en Estados Unidos el Día de Acción de Gracias. Ya que por su lógica colonialista nos tomamos sus feriados y no los nuestros, ninguno de la empresa fue a trabajar. Y lo necesitaba. La verdad que lo necesitaba.
Ayer me la pasé mirando películas y usando a la plaza de la vuelta como mi cama. Hoy quise el mismo plan. Pero no pude. Me imaginé la cara de todos. Me recorrió entero la satisfacción que tendría si podía lograrlo. Era difícil pero también era perfecto. No pude quedarme en mi casa. De manera tal que me levanté antes que de costumbre. Me vestí como siempre. Ligeramente más formal. Agarré todo lo que necesité. Y salí a la ciudad, creyendo que iba a ser un domingo cuando en verdad era un día como todos.

Vuelvo y vuelvo y vuelvo. Pero me doy contra una pared imposible de demoler. Suspiro.

Llegué al edificio en el cual trabajo. Las luces de mi piso estaban apagadas. Sonreí. Entré. Fui hasta el ascensor. Entré. Apreté el botón. Se sentía raro apretar otro botón que el que se estuvo apretando por tres años. Salí al piso. Me atendió una recepcionista. Me llevó derecho a una oficina. Un hombre sentado revisaba mi currículum.

Agarro el teléfono. Disco. Cada vez que la línea me devuelve ese monosílabo saturado mi corazón se estruja. Me atiende ella. Mi corazón se detiene.

–Wilfredo…- me dijo el hombre después de una larga entrevista- Obviamente hay otros pasos pero te quiero trabajando acá.
–Entonces queremos lo mismo.- le contesté, con una sonrisa.
Él miró al final de mi currículum. –Lo que sí es un poco menos que el sueldo que pusiste como pretendido.
–¿Cuánto menos?
–Unos cuatrocientos y pico menos.
Se me derrumbó el mundo en esa cifra. –El problema es que alquilo solo y—
El hombre movió su cabeza de lado a lado. –Dejá que hoy cerca del mediodía te llama la recepcionista.- me interrumpió- Y te pasamos la mejor oferta que te podamos dar.

–Disculpá.- le digo a la recepcionista por teléfono- Pero revisé los números y no me dan.
–Una lástima.- me comenta ella.
–Una lástima.- repito.

El hombre se levantó de su asiento. –Espero que nuestra mejor oferta te cierre.- me dijo, sonriente, estrechándome la mano.
Estreché su mano, con una sonrisa que casi estallaba en mi rostro. –Ojalá.

miércoles, 21 de noviembre de 2007

La caída.

Me late el cerebro.

Estar detrás de una máscara es vestirse y es desnudarse. Quien la usa, dicen, adopta como propia la personalidad encarnada en este antifaz. Yo usé una en la fiesta de ayer.

Me late el cerebro, dije. No, me late enteramente el cuerpo. Mis venas son recorridas por viejas sedientas y harapientas, desesperadas por tomar un sorbo de agua.

No era una fiesta de disfraces. Pero, de todas formas, fui con una máscara. Me presenté en la entrada. Le dije mi nombre y apellido a una hermosa mujer que me lo pidió y lo confirmó en la lista de empleados. Y entré nomás, a unos ochenta desconocidos con los que comparto mi vida. Ninguno se escandalizó al verme con máscara pues no la llevaba conmigo.

Las viejas sedientas tironean de mis venas. Muerden acá y allá. Juntan fuerzas para que me levante. Y ahora, todas juntas, me patean los talones hasta la cocina. Saco un vaso. Lo pongo bajo la canilla abierta. Las viejas se relamen.

No siempre la máscara es de cartón, de cerámica o plástico. A veces la máscara de uno puede ser otra persona.

El vaso se llena, de a poco. Escucho un murmuro. Y no es únicamente el de las viejas.

Entré a la fiesta. Aquella ostentaba un escote, aquel se servía un whisky para jugar a ser adulto. Allá uno intentaba caerle simpático, y útil para la compañía, a un hindú y otro, anémico, hablaba sobre trabajo. Allá la mujer que tose tosía y un hombre, borracho antes que todo empezara, coqueteaba con una mesera que se limitaba a sonreír. Allá, imposible de ser ocultada o ignoraba, sobresalían los cuatro metros de Amazon woman, como un faro en la mitad de la Pampa. Y allá entraba mi primo, mi máscara, con el nombre de mi ex jefe. Entró. Le dijo el nombre de mi ex jefe a la hermosa mujer de la entrada. Y fin del asunto. La existencia de uno se extingue inmediatamente en la empresa en lo que concierne a los números del sueldo pero los nombres suelen perduran un tiempo más.

Cierro la canilla. Me llevo el vaso a la boca. Siento bajar el agua por mi garganta, rara, casi hiriente, como si yo estuviera hecho de barro y lo que trago fuera detergente. Como si yo estuviera hecho de papel y tragara fuego. Como si yo fuera Pastelito y tragara un poco de alma. Pero las viejas harapientas aplauden y abren sus bocas esperado la primera gota. –¡Shh…!- las callo- La van a despertar.

Todos corrieron buscando la mesa más codiciada: aquella en la que no se sentara Pastelito. A mí no me importó. Me quedé parado como si fuera el director de una orquesta que ve cómo se acomodan sus violinistas, cellistas y el contrabajo obeso del Brontosaurio. Cruzo la mirada con mi primo. Asentimos con la cabeza, tal vez para sentirnos como en las películas cuando dos criminales intercambian un gesto antes de entrar a robar un banco. Me siento. Al lado lo tengo a Gutiérrez. –¿No era que no ibas a venir?- me dice, palmeándome la espalda.
Sonrío. –Mirá, premio al teamleader que no fue, vine, tomo unos tragos y punto.
–¿Cómo te enteraste?
Sonrío. Sabía que nadie sabía nada. Sabía que todos se apuraron a guardar sus cosas en sus escritorios. Sabía que apenas el afiche de Paz se había escapado a la vergüenza. El hindú, según lo que me contó Diego, el de seguridad, había pensado que se trató de una broma de Hernán, el pornógrafo que labura con él en contabilidad, y Hernán, al ver que el hindú recibió bien la broma se llevó el crédito. Y me encantó. Me encantó que todos se hayan traumado al punto de esconderlos. Y me encantó ver la expresión de Gutiérrez. –El de seguridad me lo contó.- le dije apenas. Bajaron las luces. Se armó la primera interrupción. Todo el mundo se paró. Busqué la mirada de mi primo. Hicimos los dos el mismo gesto. Ahora sí era la hora.

Las viejas harapientas me piden otro trago. Les obedezco. Mientras lo lleno la escucho, desde mi dormitorio. –¿Me traerías un vasito de agua?- me pide.

Una fortuna. Había gastado una fortuna. Y si nos pescaban me despedían y nos ponían presos con mi primo. Seguro. Pero era algo tan macabro, tan Tim Burton, que no podía evitar hacerlo. Fingí estar borracho. Fingí ir mesa por mesa, tambaleándome en la medida exacta como para que nadie me preste atención a lo que hacía por estar borracho pero no lo demasiado como para que alguien me controlase. Mi primo hizo lo mismo. Fingimos servirnos de cada botella que había sobre las mesas. Pero, en cambio, les poníamos adentro un par de pastillas para dormir. Y así en cada interrupción. Cada vez que la banda tocaba. Cada vez que subían la música y nos poníamos a bailar.

Le llevo el vaso de agua. Ella se asoma de las sábanas para agarrarlo, dejándome ver –creo que con intención– su cuerpo desnudo.

Fue genial. Casi coordinado, coreografiado. Casi que deseaba la música de Danny Elfman de fondo. Mientras la banda intentaba imponer su alegría entre las luces que recorrían alocadamante el salón, todos, de a uno, fueron cayendo. La banda suspendió la canción en un acorde confuso. Los mozos corrían de un lugar al otro, sin entender qué pasaba. Las meseras se horrorizaban. A su alrededor las ochenta personas de la fiesta se fueron quedando dormidas. Todas ellas. Algunas en sus sillas. Otras salían al patio para despejarse pero en verdad se desplomaban sobre el pasto. Otros se sentaban en la mitad de la pista para quedarse dormidos sin reparo alguno. Y así fue cómo todos, jefes y empleados, pedantes y tímidos, ingenieros y estudiantes de Letras, todos, estuvieron unidos por el mismo sueño absurdo. Seguramente el jefe de RRHH, el tío de Pastelito, hubiera impuesto su vozarrón para llamar a una ambulancia si no hubiera estado roncando, ligeramente acostado en su silla.

–Gracias.- me dice ella, y extiende sus brazos hacia mí para que la abrace. Lo hago mientras agarro el teléfono. Disco el número de Pastelito.

Salimos, fingiendo que tambaleábamos, con mi primo. Un mozo me preguntó si me sentía bien. Le dije que me estaba por tomar un taxi a una guardia. Que vomité, que me duele la cabeza. El mozo volvió corriendo. Mi primo, mientras tanto, salió a la calle, desesperado, a comprar algo para tomar. Nos habíamos pasado toda la noche bailando y caminando sin tomar un sorbo de nada. Simplemente no podíamos. Estábamos muertos de sed. Me iba a ir cuando escuché su voz. –Chau, Wilfredo.- me dijo. Me di vuelta. Vi a los cuatro metros de Amazon woman desplomados en el césped. Y, sentada a un metro mío, la hermosa mujer de la entrada.
–¿Te acordás de los ochenta nombres?- le pregunté, estúpido.
Ella sonrió. –Me acuerdo del tuyo.

Me atiende el contestador de Pastelito. Improviso una tos. –Sí, te habla Wilfredo. Me, me tuve que ir, eh, antes ayer de, este, de la fiesta. No me sentía… me sentía… mal… En la guardia me dijeron... intoxicación... Si necesitás algo… eh, llamame… Eh, gracias.- balbuceo, para cortar el teléfono.
Ella me besa. –Sabés actuar bien.- me comenta la hermosa mujer de la entrada.

martes, 20 de noviembre de 2007

El desfile.

Hoy las conversaciones de la oficina giran en torno a la fiesta de fin de año. Todas ellas. Que la comida va a ser poca, que si va a haber tal cosa de tomar, que tal le sacó un dato a una de RRHH, que si te acordás la del año pasado, que por favor hayan contratado una buena banda, que por favor más que banda haya sorteos y premios. Un interminable desfile de predicciones y deseos.
Era esperable. En el almuerzo de hoy iba a tener que presenciar este desfile. Y, francamente, no me interesaba. Tenía que hacer un trámite hace tiempo. Así que me compré dos sándwiches. Uno se lo di a Sergio, el ciego con el que hablo de vez en cuando antes de venir a trabajar. El otro lo comí a su lado.
Me sentí tentado de contarle mi problema. Pero se me ocurrió que comentarle a un mendigo ciego que no sé si ir a la fiesta de fin de año de mi empresa hoy a la noche me resultó sádico. Creo que, de todas formas, intuyó que yo estaba masticando algo más que jamón cocido y queso con tomate.
–¿Qué te anda pasando, pibe? Tenés la voz… ida.- me arrima.
Sonrío apenas, como ocultándolo, como él si pudiera ver mi sonrisa. –Problemas con mujeres.
–¿Mujeres?
–Mujer.- limito.
Sergio asiente con la cabeza mientras mastica. –Siempre queremos lo que no podemos tener.- me dice.
Asiento. De repente, el bostezo de una idea irrumpe en mi cabeza. Le digo que tengo que volver a la oficina. Si el trámite esperó tanto tiempo seguramente puede esperar un poco más. Vuelvo a la oficina, masticando otra cosa más que los últimos bocados de mi sándwich. El mismo desfile de predicciones y deseos. Me pongo los auriculares. El aleatorio del reproductor aterriza en un tema de por cierto oscuramente melancólico. Pero busco relajarme y me pierdo en el rasgueo de la guitarra. Gutiérrez me interrumpe. Sí. Gutiérrez interrumpe I will follow you into the dark de Death Cab For Cutie. Motivo más que suficiente para estrangularlo. Pero apenas alzo mis cejas como invitándolo a que me hable.
–Se rumorea que no vas a ir a la fiesta.- me dice, casi en un susurro.
Sonrío. –Se rumorean muchas cosas. Pero más se van a rumorear mañana. Creeme.- adelanto, y me pongo los auriculares.

lunes, 19 de noviembre de 2007

Un monstruo de muchas moradas.

El rumor que me separé de Amazon woman está en todas las bocas. Aparentemente ni ella ni yo mencionamos palabra alguna a nadie de acá. Pero el monstruo de todas maneras nació, por concepción inmaculada y multitudinaria, en cada garganta de la oficina. Gutiérrez me ofreció consejos. Paz me recomendó no sé qué canción de Paulina Rubio que alivianaría mis penas. La marimacho del Patova no pudo creer que yo haya salido con su archienemiga. El Brontosaurio me rogó detalles sobre la firmeza de su anatomía y la extensión de su depilación. Y Pastelito me dijo que comprendía mi congoja pero no podía tomarme un día por duelo. Sí, congoja, Pastelito usa palabras tales como congoja.
–Me imagino que no vas a faltar.- se me adelanta Pastelito- Ya confirmaste tu presencia. La empresa pagó tu parte.
Lo miro. No deseo sinterizarme con semejante criatura pero no me queda otra. –No sé si quiero ir mañana a la fiesta de fin de año.- deslizo.
–Mañana va a estar terrible. Tengo toda la data.- me dice el Brontosaurio, como si me importara.
Pastelito se mira las uñas. –Yo fui el que decidió todo.- miente.
–¿Es obligatorio ir con vestido?- pregunta con cara de asco la marimacho del Patova.
–Es obligatorio el escote.- bromea Gutiérrez.
Pastelito se me acerca. –La empresa ya pagó tu parte.- me insiste, como si eso realmente importara.
Lo miro. Me encojo de hombros. Y la verdad que es sencillo. Un hombre incorrespondidamente enamorado y tímido tasa estupideces. Que si voy y la veo con otro. Que si voy y piensa que ya me recuperé. Que si no voy y piensa que exagero. Que si voy y el alcohol nos reúne. Que si voy y el alcohol nos reúne pero luego la resaca nos separa, algo de por cierto más doloroso que la distancia que hay ahora entre los dos. Y la verdad que es sencillo. Nada le molesta más a un hombre incorrespondidamente enamorado y tímido que aquello que está tasando esté en la boca de todos. Que su angustia más íntima sea la chacota del resto.
–Man, tenés que ir y trincarte a cualquier mina.- me sugiere el Patova.
Paz posa su mano sobre mi hombro. –Faltá y llorá todo lo que quieras escuchando el quinto tema.- me propone, acercándome un CD de Paulina Rubio. Lo que me aterra es que no hay ni un dejo de ironía en sus palabras.
–Por favor, decime si la tiene depilada.- insiste el Brontosaurio.
Me escapo de los comentarios con la excusa de ir a buscar un vaso de agua. Todos vuelven a sus escritorios. Me paro y voy a la cocina. Y, sí, Dios me odia. Amazon woman está cargando su termo. Nos saludamos. Beso en la mejilla. Apenas murmuramos el saludo, como si los dos estuviéramos dormidos. De repente, se me acerca. –¿No era que no íbamos a contar?- me lanza.
–Te iba a preguntar lo mismo.
Enrosca la tapa de su termo con tensión, como si lo estuviera estrangulando y, por transferencia, como si me estuviera estrangulando a mí. –Las chicas saben.
–Todos saben.- amplío.
Ella se va. Lleno mi vaso de agua. Lo tomo. Lo estrujo en mis manos. Vuelvo a mi lugar. –No puede ser.- apenas susurro. Miro alrededor. Despego el post-it que está adherido a mi monitor. –Te dije que ibas a pagar.- leo.

viernes, 16 de noviembre de 2007

Sencillo.

Hoy vine. Después de dos días.
Había mentido que estaba descompuesto. Clásico. Sencillo. Sin mucho vuelo. Pero efectivo al fin y a cabo.
Hoy vine tarde. Pedí el horario de una a nueve, sin almuerzo.
El motivo es sencillo: quiero reducir la cantidad de horas en las que me iba a cruzar a Amazon woman.
Como en todas las oficinas, el amor y el odio, y el deseo sexual, se potencian. Sencillo. Es porque nos vemos obligados a frecuentar a la misma gente día tras día, con una cantidad de horas abultada y una necesidad de descargar tensiones más que considerable. Y eso fue lo que pasó con Amazon woman.
Lo nuestro se nos fue de las manos.
Pluralizando se ocultan culpas, creo.
Lo nuestro se me fue de las manos, corrijo. Sencillo. Me enamoré y ella no. En un abrazo hace una semana le dije que la amaba para sólo encontrarme con un silencio. Un silencio de sus labios que se interrumpió el miércoles a la noche al decirme que debíamos separarnos. Y está bien. No me arrepiento. Como no me arrepiento de haberle dicho que no a la recepcionista cuando vino a cuidarme al departamento. Miré a la que había sido el amor de mi vida por tres años y le dije que no. Sencillo. –Yo, por tímido, prolongo el acercamiento. Vos, por sádica, esperás hasta el momento en el que ya no se puede.- le dije sin saber bien qué le decía. Ella sonrió. Me dio un beso en la frente. Y se fue.
Y acá estoy, nomás. Atrapado en la oficina. Encerrado en mi mp3. Pidiéndole al que vaya a la cocina que me llene la botellita de agua o me traiga un café. Quiero reducir mis posibilidades de verla.
Me paro. Voy al baño. Algunas cosas no se pueden delegar. Me cruzo con ella en el camino. Si no fuera ateo diría que Dios está empecinado en hacerme sufrir. Sencillo. Me doy cuenta que el momento no es incómodo para mí sólo. Nos detenemos. Nos saludamos. Beso en la mejilla. Nadie sabe qué decir más que frases de saludos habituales y palabras que se repiten, como si prolongar un saludo fuera como entablar un diálogo.
–Hola.
–Hola.
–¿Cómo andás?
–Bien, bien. ¿Vos?
–Bien. La verdad que bien.
–Ah, bien.
–Sí, sí…
–Bueno…
–Sí, ¿no?, bueno…
Ella baja la mirada y va hacia su lugar. Pero da dos pasos y se detiene. Hago lo mismo. –¿Sí?- le digo y el sonido apenas puede deslizarse entre el nudo de mi garganta.
Duda moviendo la cabeza de un lado al otro. –Vi algo.- me dice.
–¿Una película?- miento. Sé de qué me habla.
–No. El miércoles a la mañana. El papel de un Jack, abollado.
–¿Sí? Yo no—
–Vos sí sabés que soy la primera que viene los miércoles y me lo tiraste cerca de mi lugar.- me interrumpe- No puedo creer que lo hayas hecho. Es muy infantil de tu parte.
La miro. –Si abollar el chocolatín que ama la mujer que amo incorrespondidamente es sólo ser infantil, lo soy. Sencillo.

jueves, 15 de noviembre de 2007

Me separé de Amazon woman.

miércoles, 14 de noviembre de 2007

El Papá Noel macabro.

Hoy quería faltar.
No podía estar más en la oficina. Simplemente, no podía.
Y, encima, por esa hijaputez cósmica que pesa sobre mí, alguna fuerza metafísica pareciera empecinada en ahogar mi vida ahí adentro cada día un poquito más.
Ayer nos tuvieron en una reunión hasta las ocho de la noche. Dos horas extras. Sin ser pagadas como tales, claro está. ¿El motivo? Pastelito nos comunicó que la fiesta de fin de año será el martes 20 de noviembre.
Y, sí, el piso entero estalló.
Que fin de año no es el 20 de noviembre, que sólo un tacaño puede hacerlo en esa fecha –encima un martes–, que no nos podían avisar con tan poco tiempo, que tal tenía un día de estudio y que tal con la compra de su coche cero kilómetro no llegó a ahorrar y ahora iba a tener que sacar un préstamo para comprarse el carísimo traje que quería. A veces al Brontosaurio le gusta deslizar esas imbecilidades, como si alguno se maravillara, o le importara siquiera.
–Debe estar tan caro por los kilos y kilos de tela que necesitan para taparte el culo.- bromeó, siempre sutil, la marimacho del Patova.
Paz se descostilló de la risa pero el chiste poco efecto tuvo en el resto. Todos estaban protestando. Y así se hizo las seis y media, y las siete, y el Bronto hizo otra mención del coche cero kilómetro que se compró, y así se hicieron las siete y media. En eso Pastelito se cansó de negar apenas con la cabeza. –Lo siento, pero por temas de costos decidí que fin de año va a llegar antes esta vez.- dijo, como si hubiera sido él, un teamleader mediocre, el que decidió la fiesta de fin de año para toda la empresa. Mediocre. Esa es la única palabra que lo define en su plenitud, que lo agarra por las pelotas y no lo deja escapar. Mediocre.
Y así, a las ocho de la noche, resignados, nos fuimos todos. Al menos casi todos. Yo me quedé. Tenía que imprimir unas cosas.
Hoy me levanté a las cinco y media de la mañana para llegar acá a las siete menos veinte. Apenas estaba el de seguridad de planta baja. Entré. Fui hasta mi escritorio. Abrí la mochila, que estaba a punto de estallar. –Si el año nuevo esta vez va a llegar antes, también lo hará la Navidad.- me dije, como si fuera un Papá Noel macabro.
Saqué de mi mochila el jarabe de la tos y se lo puse arriba del escritorio de la mujer que no deja de toser. Saqué tres de esas lapiceras que si se las dan vuelta pareciera que se desnuda una mujer y las puse en el escritorio del Patova. Saqué un afiche de Paulina Rubio con bigotes dibujados y dos dientes pintados de negro y se lo pegué en el escritorio de Paz. Saqué una copa que compré en un bazar y se la puse en el escritorio de Gutiérrez. Debajo de la misma puse un post-it que decía: “Premio consuelo al teamleader que no fue.” Saqué una pequeña almohada y se la puse en el escritorio del pibe que no deja de dormir acá. Saqué un pimentero y lo puse sobre el escritorio de la Crazy mother fucker. Simplemente quería confundirla. Saqué una vaquita de plástico y la puse encima de un plato con un tenedor y un cuchillo, al cual dejé sobre el escritorio de uno de los hindúes. Saqué una revista pornográfica y la dejé sobre el escritorio de Hernán, el que mira videos pornos todo el tiempo en el trabajo. Saqué la pila de hojas que había impreso ayer a la noche. Y dejé una sobre cada escritorio. El imbécil del Brontosaurio debe haber pensado que nadie lo vio buscando coches en Mercado Libre por tres meses. Debe haber pensado que nadie se iba a quedar un martes hasta las nueve de la noche imprimiendo casi cien copias de la página de Mercado Libre en la que está detallada la transacción que hizo. Debe haber pensado que nunca nadie sabría que se compró un Volkswagen Gol usado. Subrayé la palabra “usado” con un resaltador en cada una de las casi cien copias. Saqué una claqueta de cine y la puse sobre mi escritorio, con un post-it que decía: “El pseudo artista que no puede decir ¡corte! a su vida en la oficina.” Por último, fui hasta el escritorio de Pastelito con mi mochila. Saqué una abundante muestra de colores que me dieron en una pinturería. La puse sobre su escritorio. Debajo de la misma dejé un post-it que decía: “Hay otros colores más allá del pastel.”
Miré en la mochila, ahora flácida. Quedaba apenas un chocolate Jack. Lo desenvolví, despacio, y me lo comí mientras miraba alrededor, imaginándome el desconcierto de unos y la carcajada de otros. Abollé el envoltorio, lo dejé tirado en el suelo, agarré mis cosas y me fui. A las siete menos cinco. Una hora y pico antes que cualquier empleado. Unos minutos antes que el primero de seguridad que prenda las cámaras.
Me tomé el subte a la inversa de la ciudad, hacia mi cama. Estoy en casa ya.
Prendo la tele, saco el celular. Disco el número de mi obra social. Pido un médico a domicilio. Cuelgo. Apago la tele. Me acuesto. Tendré tiempo para pensar qué enfermedad mentir.
Hoy quería faltar.
No podía estar más en la oficina. Simplemente, no podía.

martes, 13 de noviembre de 2007

Extractos de ciudad. N° 2.

Llueve. La ciudad se viste de lluvia, y de insensibles.
La gente con paraguas es mi enemiga por poética. Amo la lluvia. Es la melancolía del hombre que anhela volver a pez, derramándose sobre el burdo cemento. Erotiza a la soledad, y a la compañía. Desgarra al pecho del que se encuentra en una oficina pero daría todo por estar en su casa, mirando películas, tomando mate con tortas fritas mientras mira llover por la ventana, o tal vez solamente escucha llover, acurrucado en la cama con la mujer que ama.
Pero no. A estos insensibles de paraguas no les importa todo esto. Se pasean, desesperados, con esas ridiculeces siempre rotas, siempre con un fierro al aire en la búsqueda de un ojo desprevenido, siempre más grandes de lo que deberían ser, a veces incluso obscenamente grandes, al punto que creo que, en el sueño de la mañana, se confundieron el paraguas por la sombrilla de la playa.
Y caminan bajo el techo.
Con paraguas y todo, estos sinvergüenzas caminan bajo el techo.
Ahí, lo erótico de la lluvia, la melancolía del hombre que anhela volver a pez y toda esa gilada se desvanece. Ya no son únicamente enemigos por poética. Lo que llueve sobre mí es odio. Pleno odio. Si me cruzo con ellos bajo el techo y me doy cuenta que esperan que yo siga bajo la lluvia, porque los sinvergüenzas se quedan parados, ahí, digo, me detengo. Clavo mi mirada en la de ellos. –Vos tenés paraguas. Yo, no.- gruño, y no me muevo, instándolos a que sigan su camino por cualquier lugar que no sea bajo el techo. La mayoría insulta, algunos bajan la cabeza. Pero sea como sea, siguen, a las apuradas, desesperados, como si lo que lloviera fuera ácido, o besos del Patova.
Insensibles.
Ver llover, y ver un fuego prendido, son los dos refugios más cercanos que le quedan al hombre entre tanto burdo cemento.

lunes, 12 de noviembre de 2007

Una galería de posibilidades.

–Necesito los certificados.- me dice Pastelito. Y detiene la oración, ahí, en esa mezcla de pedido e imposición con ineludibles tintes de amenaza.
La cosa es sencilla. Yo tenía una entrega en la facultad, por lo que no había dormido más que un puñado de horas en la semana y necesitaba quedarme un día en la cama, y, además, no quería venir acá. Falté dos días. Nunca traje los certificados. Nunca los pedí, siquiera.
Lo observo. Pastelito me recorre con una mirada insípida. Mi pecho se abre en una galería de posibilidades.
Incrusto mi mano en su cara.
O bajo la cabeza, digo que voy a traer los certificados en la semana y me apuro a conseguir alguno trucho.
O le deslizo que sé que es el sobrino del jefe de RRHH y lo extorsiono a cambio de mi silencio.
O lo agarro por la nuca y lo golpeo contra el escritorio, gritándole que es un sinvergüenza, que habiendo faltado tres meses por una gripe no me puede venir a pedir un certificado.
O ninguna de las anteriores.
–En la reunión del viernes mencionaste que de las faltas y demás se iba a encargar—
–Nada de eso.- me interrumpe Pastelito.
–Es confuso. En una reunión nos dicen algo, después se da—
–La cosa en sencilla.- vuelve a interrumpir- Voy a tener que supervisar todo porque la incompetencia acá es terrible.
Asiento con la cabeza. Supongo que si un puñado de arcilla puede creerse humano, un puñado de carne y huesos puede creerse Dios. –Mirá…- insiste Pastelito- Las faltas injustificadas tienen una incidencia considerable en el bono de fin de año, y eso sí lo mencioné en la reunión. Digo, para evitar confusiones.
Me encanta. Es como ver a una piedra creyéndose general del ejército romano. El tiro, el tiro de sugerirle a mi ex jefe que lo nombrara a Pastelito como teamleader, me salió por la culata. Bajo la cabeza. –En esta semana tenés los certificados.- anuncio.
Sonríe. –Bien, bien. Así me gusta.- acepta, y se va con su sweater de color pastel.
Espero. Un paso, dos pasos. Espero. Cuatro pasos, cinco pasos. Espero. Gira y se pierde detrás de la columna. Agarro el teléfono y disco la extensión del otro teamleader del piso.
–Hola, Wilfred, ¿cómo anda todo?- saluda. Desde el ascenso de Pastelito está sin dudas más bonachón con todos. Y no porque la noticia le haya caído de maravillas.
–Confundido, estoy confundido.- le digo- ¿Los certificados y demás hay que dártelos a vos, no?
–Sí, así quedamos. ¿Por?
Un segundo, dos segundos. Espero. Cuatro segundos, cinco segundos. –No, nada.
–Dale, ¿qué pasó?- insiste, algo nervioso.
–No sé si… Es que… Bueno, pasó Pastelito diciendo que él se iba a encargar de eso.
Silencio. –Hijo de puta.- insulta finalmente.
–No digas eso de la hermana del jefe de RRHH.- deslizo, y corto el teléfono.

viernes, 9 de noviembre de 2007

Pastel surreal.

Algunas oficinas son propicias para el surrealismo. Desde el conglomerado de características despreciables que reúnen los que tienen algo de autoridad hasta los sucesos impensados que ocurren en las mismas. Hoy estas dos opciones se encuentran en una misma persona.
Recorre el piso. –¡Chicos, por favor…!- va convocando Pastelito- Chicos, una meeting. ¡Vamos, vamos!
Nadie se para. Lo cual no es sorprendente. Es como si de repente el chico tonto de la clase le pidiera al resto que pasen al frente.
Lo observo. Es un estudio interesante. Digo, el de ver cómo alguien menospreciado, olvidado y ausente encuentra la manera de imponer autoridad. Toda la oficina se cansó de gastarlo. Es imposible que, así de la nada, ejerza algo de respeto. Abanico opciones. Va a insistir, frustrado, hasta abandonar el cometido o que alguien de nosotros se apiade de él, va a buscar apoyo en el otro teamleader o en un hindú, va a elevar el desacato a RRHH.
Pero no. La gente a veces sorprende. Hasta la gente que odiamos, que damos por escueta en pensamientos y pasiones. Pastelito mira alrededor. –Bono de fin de año.- dice, intentando sonar desinteresado pero proyectando aquellas palabras con todo el caudal de su voz.
La oficina, en cuestión de segundos, se detiene.
Pastelito no dice nada. Señala a la puerta de la sala de conferencias. Sonrío, como el que ve en una película épica al tipo torpe que encaja un espadazo como Dios manda en el momento justo. El Brontosaurio, ese coloso imbécil cuyos únicos tópicos de conversación son rumores de oficina y dinero, se para. Va a la sala de conferencias. Sus pasos resuenan en todo el piso. Paz, casi cabizbajo, busca esconderse en los ecos y la sombra titánica del Brontosaurio. Lo sigue. Y así, de a poco, toda la oficina. Con la venta a los hindúes, con el despido masivo de todos los jefes y con la proximidad de Diciembre, no hay otro rumor más enramado y latente que el bono de fin de año.
Entramos todos al lugar. El aire acondicionado lanza sobre nosotros un frío criminal. Los dos teamleaders se miran. Pastelito hace un gesto con sus cejas, como pidiendo hablar primero. El otro teamleader acepta bajando la cabeza.
–La cosa es sencilla.- dice Pastelito- Las tareas administrativas que anteriormente se repartían entre los cuatro jefes del piso son ahora divididas entre nosotros, los dos teamleaders.- enuncia. Miro alrededor. Adivino lo que el resto está pensando.
–¡Caradura!- quiere gritar Hernán.
–¡¿De qué hablás?! Pastelito. ¡Sos Pastelito!- se atraganta David.
–Me cagaste el puesto.- gruñe por dentro Gutiérrez.
–¡Hijo de puta, hijo de puta, hijo de puta!- corea el Patova.
–¿Cuándo sacará otro disco Paulina Rubio?- se abstrae Paz.
Y Amazon woman, bueno, no quiero adivinar qué está pensando. La tos infrenable e insoportable de la mujer que no deja de toser me termina de sacar las ganas, de todas formas.
–Las faltas, y todas sus variaciones, junto con otras cuestiones administrativas seguirán siendo supervisadas por él.- divide Pastelito, señalando al otro teamleader- El bono de fin de año será asignado a cada uno por mí.- concluye.
Miro alrededor. Nada. Es el grito más silencioso que presencié en mi vida.

miércoles, 7 de noviembre de 2007

La conspiración de los olvidados.

Ya lo veía venir. Ayer se anunció: Pastelito es el nuevo teamleader del piso.
Ya lo veía no venir. Hoy faltó Pastelito.
Gutiérrez, el Brontosaurio y el Patova despotrican acá y allá. Pero no tienen a nadie a quien recurrir. Los hindúes vaciaron a este lugar de toda encarnación de autoridad. Nuestros jefes más cercanos son los mails de auditorias internas que empezamos a recibir hace poco, con la cantidad de trabajo procesado, las horas que concretamente estamos en la oficina, etcétera. Tal vez para hacernos sentir más vigilados que nunca. No sé si estos tipos leyeron a Foucault pero que son efectivos, son efectivos.
El Patova se planta sobre mi escritorio. –El Brontosaurio dice de suscribirlo a una página gay pero esto da para más, chabón.- me comenta, con ese vozarrón que hace parecer amanerada a la voz de Morgan Freeman- Yo, cuando venga, lo cago a trompadas a ese pastel.
La miro. Realmente, no me importa. Tengo la cabeza en otras cosas. Pero le sigo el juego. –Si es que viene.- acoto apenas.
–Loco, yo me lo merecía.- despotrica la marimacho- Me rompí el culo acá y este nabo me viene a cagar la vida.
Frunzo los labios. –No es que te pagan más.
–No, ya sé.
Asiento con la cabeza. Creo que acepté que no soy nadie acá, en una ciudad regada por ventanas que dan a anémicas e ignoradas oficinas. Pero al Patova, a Gutiérrez y el Brontosaurio, el hecho de ascender, aunque no acarree un aumento, va de la mano con la ilusión de ser reconocidos, ser valorados, de ser alguien. Pero esta idea se desvanece entre los planes de venganza, y la interminable tos de la mujer de acá a unos metros. Rastreo en mi memoria. Hay un recuerdo saltando entre los otros, agitando su mano en lo alto, como un nene estudioso que quiere llamar la atención de la maestra para contestar cuál es la capital de la Guayana Francesa. Pispeo este recuerdo. Tiene acento cordobés. Sonrío.
No sé si va a funcionar, tengo la cabeza en otras cosas, pero decido darle una oportunidad. –Hay una cabeza que todavía no cortaron.- observo entonces.
El Patova se echa hacia atrás. –¿Decís de hacerlo judío?
–No, no.- me apuro a negar- Digo que RRHH sigue estando acá.
–¿Y?
Resoplo. –Y juntá firmas, mandá una estadística de las faltas de Pastelito, demandá, denunciá, ¿qué se yo?- abanico, desganado- Hagan flor de quilombo en RRHH, de acá y de afuera, y listo.
El Patova asiente. No me dice nada. Va hasta lo de Gutiérrez y se pone a hablar con él, por lo bajo. Gutiérrez levanta su mano en lo alto y llama al Brontosaurio. La oficina tiembla mientras este individuo de dimensiones tan poco modestas va hasta ellos. Se reúnen en un círculo. La conspiración de los olvidados.
Me echo atrás en la silla. Cuesta, pero algunas cosas vale la pena guardárselas para uno mismo. Diego me lo dijo, el cordobés de seguridad. A mí y a nadie más. Pastelito es sobrino del jefe de RRHH.

lunes, 5 de noviembre de 2007

Un último acto de complicidad.

Llego tarde. Acto reflejo: miro a ver si él llegó antes. Cierto, me doy cuenta. Voy hasta mi lugar. Me siento, miro alrededor. Una revolución se despereza en la oficina.
Fucking indios. Tuvieron la capacidad de ver números, números que son susceptibles a ser reducidos, ahí donde nosotros veíamos lo inmutable de la rutina. Quieren reducir costos, deslizó mi jefe. Sin dudas, lo hicieron de una manera original.
Siempre se ajustó el cinturón. Siempre. Pero estos tipos vieron el panorama y se dieron cuenta que ahorraban más si lo que ajustaban era el collar.
Algunos lo ven como una suerte de Revolución Francesa del mundo de trabajo en relación de dependencia. Mi teamleader, el Brontosaurio, el Patova y Gutiérrez se pasan de desk en desk, hablando, esparciendo los beneficios de esta revolución, del fin de la tiranía. Ingenuos.
Fucking indios. Estos tipos vinieron de otro hemisferio, se plantaron acá con su lógica reduccionista y hurgaron y hurgaron. ¿Qué les llamó la atención? Lo que nosotros teníamos por dado: jefes que delegaban su trabajo para cobrar fortunas por prácticamente hacer nada. Ahora me doy cuenta que lo de la recepcionista no fue una ocurrencia espontánea: fue el prólogo de su estrategia.
La gente está confundida. Todos. Hasta la mujer de acá al lado, la que tose, está confundida. Tose y se confunde. Una y otra vez. Nuestros pechos se pelean entre la libertad que significa no ver a ningún jefe en el piso y la incertidumbre que acarrea el hecho que los hayan despedido a todos. El plan es sencillo. Todo va a seguir como antes. Nos dan un par de tareas más a cada uno. No nos suben el sueldo. A los nuevos que contraten les van a pagar menos. Uno más va a ascender a teamleader. Y fin del asunto.
Claro que este fin del asunto es el comienzo de la desesperación de algunos. El Brontosaurio, el Patova y Gutiérrez se la pasan de desk en desk, recolectando opiniones, fogueando a la gente en su cruzada. Compiten entre ellos. Quieren, desesperadamente, ser el otro teamleader. No les significa un aumento de sueldo, sino de prestigio. Significa que después de años en esta pecera mórbida pueden jugar a ser un pez gordo. Van de un lado a otro, enumerando experiencias laborales previas, logros en este trabajo y cursos hechos. Como si fueran veteranos abanicando vivencias bélicas en busca de ganar autoridad. Como si con generar un consenso entre los empleados van a impactar en los que pueden decidir. Como si estos últimos todavía no hubieran decidido.
El lunes pasado mi jefe me lo había dicho. Me comentó que lo iban a despedir. Y que yo iba a ser el nuevo teamleader. Iba a trabajar codo a codo con el otro, ganar prácticamente lo mismo pero tener más responsabilidades. Acto reflejo: bajé la cabeza. Pero el poco alma que sobrevivió a esta oficina supo salir de mi pecho y cachetearme hasta hacerme recobrar el sentido.
Mi jefe me miró. –¿Estás contento?- me dijo.
–¿Estás contento vos?
Se echó hacia atrás. –¿Cómo?
Me acomodé en la silla. –Sabés que dos años atrás yo me esforcé—
–Lo sé.- interrumpió- Este año estuviste bastante flojo, lo vimos ya en la evaluación. Pero honestamente creo que podés—
Negué con la cabeza. –No trates de resucitar a ese empleado. Mirá, te soy honesto.
–Dale, total ya me rajaron.- bromeó.
–No me gusta este laburo y si sigo acá es porque alquilo y por alguna maldición divina no me llaman de ningún otro trabajo.
Asintió con la cabeza. –No te interesa ser teamleader.
–¿Depende de vos?
–Sí.
–Entonces no.- confesé. Él pispeó una hoja que había sobre su escritorio. Estaban todos nuestros nombres. –Mirá…- le dije- ¿Cómo te cayó todo esto del… despido?
–Para la mierda.
Lo miré, esperando que lo que la última cosa que me uniera con mi jefe a quien había detestado por casi cuatro años fuera una complicidad. –Entonces sé a quién tenés que nombrar teamleader.
–¿Quién?
–¿Depende sólo de vos?
–Sí.
Me eché atrás en la silla. –Pastelito.

viernes, 2 de noviembre de 2007

Una oración poco feliz para empezar.

El espacio, por algún motivo, está impregnado de sentido. Creemos que una mudanza, o un cambio de escritorio –como en mi caso–, se trasladará a una transformación en otro plano. Y que incluso será para mejor.
Ilusos.
Nuevo escritorio y esta oficina sigue siendo una variación del Infierno. Pero una variación decididamente poblada por gente más extraña. O quizás sea que ya me acostumbré a la rareza de Paz, Gutiérrez y el Patova, trío lamentable que se mudó conmigo, acá, a esta esquina ignorada. Reducción de metros cuadrados por persona. Fucking hindues.
Hay gente extraña, dije. Más allá de los que se pasean con turbante o de los que se pasean tratándonos de hacer creer que son una persona más, un humano más, pero en verdad es Pastelito.
En esta esquina hay una mujer, de treinta y tantos. Se sentará a unos dos, tres metros de mí. Tose. Tose fuerte. Muy fuerte. Exageradamente fuerte. Molestamente fuerte. Y frecuente, además. Entre una y dos toses por minuto. Y no es que se tapa la boca o tiene una tos agraciada. No, señor. A boca abierta y que el mundo le vea la garganta que concibe esos vozarrones cavernícolas. Y no sólo eso. La mujer pone a González Oro en la AM. Pero no se pone auriculares. Lo que sí pone es el volumen fuerte. Muy fuerte. Exageradamente fuerte. Molestamente fuerte. Y tose. Se para y tose, habla por teléfono y tose, masca chicle y tose, tose y tose.
En esta esquina hay otra mujer. Sí, es sorprendente pero entre las toses de la otra puede haber otra gente. Cuesta, cuesta horriblemente, pero puede haber. Cuarenta creo que tiene. Esta segunda mujer, digo. Crazy mother fucker. Ese es su apodo. Crazy mother fucker. La mina está loca. Habla con voz de noche, de alcohol y de puchos. Se ríe como Patán, el de los dibujitos. La misma risa. Pero con los dientes podridos. Y se la pasa entre videos juegos online de guerra y Sexy o no. Muero por ver qué le escriben. Si es que alguien le escribe. Seguramente, hay muchos desesperados.
En esta esquina hay un pibe. De veinte. Se la pasa durmiendo. Sobre el escritorio, sin disimulo alguno. Cuando se despierta se queja que no le pagan lo suficiente, mira cómo va la partida bélica de la Crazy mother fucker y vuelve a dormir.
En esta esquina hay más, mucho más, para contar. Pero nuestro jefe nos llama a una reunión. A todos.
Paz me codea pero no le cuento nada.
Vamos hasta la sala de reuniones. La puerta de la misma queda en la otra punta del piso. Y, sin embargo, me llega la tos de esa mujer. Clara, concisa, burda, como si hubiera tosido a mi lado. Un matemático sobre mi hombro izquierdo me asegura que estoy a la mayor distancia posible de ella en este lugar y que, así y todo, la escucho. Me explica que los ángulos opuestos y diagonales que atraviesan a la forma rectangular del piso son los puntos más distantes en la oficina. Un poeta sobre mi hombro derecho me afirma, por el contrario, que si tomamos una esquina de la oficina como un punto, el punto más distante del mismo son varias posibilidades: el mar, una mujer hermosa, el arte, la risa, el sol bañando a las montañas del sur o un faro poniéndole el pecho al viento.
La discusión entre el matemático y el poeta se termina cuando entro a la sala de conferencias. Cada cual, ahora, se abriga como puede sobre mis hombros ante el criminal aire acondicionado.
Paz vuelve a codearme. Lo miro. –¿Qué? ¿Querés que me corra? Me corro. ¿Me corro?- le digo. Clava su mirada en la mía. No dice nada. Miro hacia otra parte. Esta endemoniada necesidad de saber ya que tiene Paz le resta importancia a lo que se quiere saber. Por más que no sepa qué quiere saber. Es la necesidad de la inmediatez más que la del conocimiento. El imbécil está a apunto de escucharlo y quiere que le dé un adelanto. Tal vez escuchar demasiado a Paulina Rubio sea perjudicial para su paciencia. Sé que es perjudicial para mi paciencia, al menos.
Me detengo en nuestro jefe. Nos recorre en silencio, asintiendo apenas con la cabeza, como quien mordisquea un pensamiento antes de encontrarle las palabras adecuadas. Golpea con su nudillo a la mesa, despacio, repetidas veces. –Me dijeron una vez…- empieza, con una voz dubitativa- que las malas noticias hay que decirlas los viernes.- empieza. Una oración poco feliz para empezar.