miércoles, 29 de abril de 2009

Peleas imperceptibles

–¿Te dio gripe porcina?- me recibe Ramiro.
Sonrío. Quiero de alguna manera hacerle tragar su monitor. Pero niego apenas con la cabeza. –No. Gripe mendocina.- digo.
–¿Sos de Mendoza?
–No, yo…- balbuceo. Me encojo de hombros. No sé. Fue un mal chiste. Porcina, mendocina. Sonoridades ligeramente similares. Explicarlo es patético. Hay una vocecita advirtiéndome que no lo diga pero no pienso escucharla.
–Sí, de Mendoza capital nomás.- miento.
De todas formas, ¿quién se enterará? Y si así fuera, ¿quién se horrorizará porque dije que nací en Mendoza y no en Lomas de Zamora? Tal vez eso me dé cierto aire de misterio. Tal vez camine hacia la cocina y las mujeres se codeen y, escoltándome con la mirada, se digan “El mendocino” y la otra mujer asienta con la cabeza, como entendida, como a quien le sirven una copa de vino y toma un sorbo para asentirle con la cabeza al mozo, agradeciéndole algo que no entiende pero que le gusta.
Empezar un trabajo y faltar casi una semana es, sin duda alguna, un mal comienzo. Secundarlo con un chiste malo no era opción.
–Boludo.- prosigue Ramiro- Yo soy de Mendoza capital.
Sabía que iba a pasar. Sabía que algo así iba a pasar. Lo sabía. La vocecita que había escuchado advirtiéndome era la de un pequeño metereólogo que, parado sobre mi hombro izquierdo, me anunciaba chaparrones.
–¿De qué parte? ¿Por qué calles?- continúa Ramiro, embriagado por la casualidad de nuestras geografías.
Finjo un bostezo para ganar tiempo. Pucha, che.
–Te lo dije. Chaparrones.- se regodea el metereólogo- Y vos saliste sin paraguas nomás.
–¿Y qué?- apura un tanguero parado sobre mi hombro derecho- Si no tenés paraguas. Si no creés en los paraguas. Wilfredito, querido. Sos de los que salen a ponerle el pecho a la lluvia.
Asiento con la cabeza.
–No tengo idea.- le contesto a Ramiro- Con mis viejos nos fuimos de Mendoza cuando yo era un bebé.
–Ah, mirá vos.- acepta él.
¡Tomá, Rama! Te la gambeteé con delicadeza. Pero, así y todo, me corriste el arco. Me quitaste eso. Sinvergüenza, me quitaste eso. Las mujeres al verme ya no se codearán y dirán “El mendocino.” Claro que nunca se iban a codear pero al menos tenía esa fantasía, esa posibilidad. Y ahora, no. No. Ahora sos vos el mendocino. Yo soy un tipo que nació lejos y se vino acá a llorar y tomar teta nomás. Me lo quitaste. Miro a su boca. Miro al monitor. Miro a su boca. Miro al monitor. ¿Entrará?
–Yo me vine acá a Buenos Aires de más grande, a los 14.- rememora Ramiro.
–Ah, no.- retruco- Mis viejos no se vinieron de Mendoza a Buenos Aires de una. No, no. Primero me llevaron a Tailandia.
“El tailandés”, dirán, “Ahí va el tailandés”, y se codearán y asentirán y se intrigarán. ¿Pensabas que me lo ibas a quitar? ¡Tomá, sinvergüenza, tomá! No hay nada como ganarle a alguien una contienda imaginaria.

martes, 14 de abril de 2009

Una oficina de icebergs

Le fascinan. A mi jefe, sin duda, le fascinan las rondas de presentaciones. Reúne a todo el grupo de nuevo y cada cual va contando de qué trabajan, qué los hace importantes para la empresa y algunos detalles personales. Yo me quedo en un silencio respetuoso, como cuando se va a un casamiento por iglesia siendo uno más ateo que un semáforo. Aunque esta vez no puedo esconderme en los últimos asientos. No. Ahora soy yo el novio y todas las miradas están sobre mí.
–…lunes cuidate de mí porque si no tomé café yo...- advierte alguien.
–…si tenés alguna duda de cualquier cosa consultame que yo ya hace siete años estoy acá y te aseguro que...- presume alguien más.
–…color favorito es el amarillo...- individualiza una voz delgada.
–…quería ser piloto pero no se terminó dando y entonces...- rememora uno.
–…estoy a dos materias de recibirme de…- anticipa otro.
Las voces, como en un casamiento por iglesia, me llegan lejanas y confusas. No me detengo en su contenido pero sí en su cadencia para, de esta manera, saber cuándo debo asentir con la cabeza o cuándo sonreír. No le veo propósito a estas rondas. Es como detener a un desconocido en la calle y preguntarle qué lo hace importante. El mundo se sostiene en ignorar al otro. Ignorar otra creencia. Ignorar otra necesidad. Ignorar el deseo de nuestra pareja de estar con otras personas. Ignorar su pasado sexual. Quizá sea eso. Quizá a mi jefe le gusten tanto estas rondas porque es su oportunidad de bromear y ser ocurrente frente a las mujeres de su grupo. Quizás ya se acostó con alguna. Me pregunto quiénes ya se acostaron con quiénes de acá. Me pregunto cómo serán desnudos. Qué gustos tendrá cada uno. Me pregunto qué caras pondrán al acabar. Qué fantasías retorcidas ocultan. Qué fantasías retorcidas cumplieron. Cuál es el que hace más tiempo que no tiene sexo. Y cuál el que menos. Cuál se acostó con más gente. Y cuál con menos. Cuál estuvo en un trío.
–…te tiro un dato, el capuchino de la máquina de café es el que más…- aconseja alguien.
Asiento con la cabeza.
Cuál engañó a su pareja. Cuál es engañado y lo sabe pero no lo acepta. Cuál experimentó con su mismo sexo. Cuál grita ridículamente cuando acaba. Cuál estuvo a un centímetro de gritar en la oficina y romper su computadora. Cuál no sabe qué hacer con su vida. A cuál no le gusta su carrera pero no quiere arrancar una nueva y sigue por seguir. Cuál no quiere estudiar ni trabajar. A cuál se le empapan hasta los huesos de angustia cuando piensa que le deparan trabajos insípidos por el resto de su vida.
–…¿y cuándo te comprás las medialunas? Acá hay una tradición que cada nuevo tiene que…- bromea uno.
Sonrío.
Esas cosas son interesantes de saber. Las que uno no cuenta. Las que uno guarda tan profundo que ni siquiera le gusta saborearlas estando solo.
Desvío la mirada de mi grupo hacia el piso, atestado de desconocidos aún más desconocidos. Han aprovechado cada espacio posible para poner una computadora y alguien adelante. Habrá cien, ciento veinte personas. Murmuran. Hablan. Bostezan. Tipean. Atienen sus teléfonos. Celulares suenan. El ruido sutil me aturde. Al igual que el silencio de las voces de mi grupo, hablando somnolientamente de cosas que no me interesan.
Mi jefe pronuncia las palabras finales del ritual. Todos sonríen y me miran. Soy el novio ateo de un casamiento por iglesia. Giro hacia mi costado. No hay novia alguna. Todos comienzan a retirarse. Y yo permanezco, solo, en el altar.
Es hora de almorzar y debo preguntarme si fingir interés para compartir un almuerzo con alguien, con la posibilidad de quedar como solitario y desesperado por integrarme, si comer solo en la cocina y quedar como solitario y desinteresado por integrarme o si ir a comer en la plaza, a escondidas, en el último asiento del casamiento. Lo hago. Desde el último asiento espío a una pareja que se besa furtivamente.
–Dos en uno.- me digo, mientras mastico el sándwich- Ya al menos sé dos de la oficina que se están acostando juntos. Y que también están experimentando con su mismo sexo.

lunes, 6 de abril de 2009

Dante, viejo y peludo

Me gustaría decirlo.
Me gustaría decir que después de tantos meses empapados de silencio tuve la mujer que quería y el trabajo que quería. Que hice de mi indemnización un botecito aventurero con el cual navegar en la incertidumbre. Que vestí a mi mirada de nuevos horizontes. Que la mujer que amé me rompió el corazón en un barco carguero en la mitad del Atlántico. Que encontré consuelo leyendo a Poe y sintiéndome adolescente de nuevo, mientras el abismo rompía en olas más allá de mi ventana. Que hice el viaje inverso de mi abuelo. Y que me adentré aún más en el viejo continente. Que me enamoré de una belga en Tailandia. Que trabajé de zapatero en Vietnam. Que fui cartero en Alaska. Que la belga preparaba chocolate caliente mientras tarareaba algún tema de The Clash y mientras afuera, en Dinamarca, nevaba.
Pero no.
Soy un mediocre.
Soy un hombre vestido de resignaciones.
De temores.
Soy un hombre que no hizo de su indemnización un botecito aventurero. Sino un colchón en el cual dormir hasta poder conseguir un nuevo empleo.
Un nuevo empleo. Un nuevo edificio.
Un edificio desapercibido en el microcentro se despereza entre la vereda ridículamente angosta y el cielo. Fachada vieja y resquebrajada me presenta. Mi primera vez adentro, esta mañana. Poco sé del trabajo. Y lo poco que sé no me intriga como esa mujer belga que nunca fue. O que nunca fue conmigo, al menos.
Un hombre de seguridad anota mi nombre en una servilleta de papel y la deja con otros papeles. Entro.
Cubículos.
Malditos cubículos.
Otra vez.
Un piso amatambrado de personas en escritorios insípidos, con fotos que pretenden apuñalar al gris. Pero que no lo logran. Una oleada de conversaciones y de miradas me escolta. No sé para dónde caminar. No me guío por lo que me dicen mis zapatos.
–¡Huí!- me dice el zapato izquierdo.
–Dale, volvamos, que nos falta un par de capítulos de la quinta de Lost y escuché que se pone, ¿eh?
Descubro entre el mar de rostros la cara de la chica que me hizo las entrevista. La saludo. Me lleva hasta mi jefe, quien me estrecha una mano sudorosa y me presenta a mi grupo.
–¿Wilfredo? ¿No tenían un nombre más piola tus viejos?- me dice un pibe.
Lo miro.
Sonrío.
Quiero arrancar el matafuegos y golpearle el rostro una y otra vez, mientras le grito: –¡Morí, hijo de puta, morí!- y que su sangre se despligue por toda la oficina.
Pero me contengo. Tal vez sólo sea el malhumor propio de los lunes.
De todas formas, hago un identikit mental del pibe.
Mi jefe me pide que me describa, que hable de mí. ¿Por qué? No estamos en un asalto. Ni en un chat. Ni en otra variación de la adolescencia. Balbuceo un par de palabras sin pensar.
Pero no se detiene en mí, no.
La ronda continúa. Cada cual se me presenta. Sonrío, asiento con la cabeza, tras cada interlocutor nuevo. Pero no quiero estar acá. Esa es la verdad. Miro por la ventana. El cielo arañado por cables, apuñalado por ciudad. Un hombre martilla algo en una terraza vecina, bajo el sol. ¿El querrá también una belga que canturree canciones de The Clash mientras prepara chocolate caliente y afuera nieva y uno la mire, se sonría, y la abrace desde atrás, besándole el cuello…?
Me perdí. Una tal Florencia me está diciendo que su color favorito es el violeta.
No. No me perdí. Me hundí.
La ronda termina. Mi jefe me da las llaves de mi cajonera. Y me comenta que mañana comienza mi training. Que puedo irme por hoy.
–Ah, tranquilo. Vos manejate.- me dice el mismo pibe. Ramiro. Ramiro se llama. Entre el balbuceo de presentaciones rescaté su nombre. Quizá fue por casualidad. Quizás por instinto innato de archienemigo.
Bajo en el ascensor. Saludo bajando apenas la cabeza al hombre de seguridad. Él me mira. Y busca la servilleta. Lee mi nombre. Y me saluda bajando su cabeza. Arroja la servilleta a la basura. ¿Será ese un precario sistema de seguridad? ¿O sólo una eludida suya contra el tedio, una manera de justificar que se pasa horas sentado sin nada que hacer realmente?
Salgo.
Miro al edificio desapercibido. Entre su fachada veja y resquebrajada puedo ver algo. Pero no se ve bien qué...
Una frase.
Es una frase.
Entrecierro los ojos.
Abandone toda esperanza quien entre aquí, leo.