lunes, 12 de abril de 2010

De vuelta

Te engañaron. Toda la vida. Te engañaron toda la vida.

No existe tal cosa como Año Nuevo.

El tiempo se hamaca entre día y noche, entre calor y frío. No hay quiebres. No hay comienzos multitudinarios.

No.

Impuesto en el almanaque, a la fuerza, haciendo uso de fuegos artificiales, bebidas alcohólicas, brindis y quince días de vacaciones para que su farsa sea aceptada, el Año Nuevo se yergue como monolito incuestionable.

No lo hace porque es un ser malvado con intenciones inhumanas.

Ni hay detrás una conspiración secreta.

No.

Nosotros lo hemos puesto ahí.

Somos nosotros los que nos engañamos con promociones de fin de año y el poder iniciático de los lunes y los eneros y los marzos, con resoluciones, borracheras y rituales gastronómicos. Congregados en familia a recibir lo que nunca va a llegar. Y lo sabemos. Lo sabemos. Tenemos sentado sobre una de nuestras neuronas al chico que nos anuncia que Godot no vendrá. Pero el reloj de TN o del 113 da las doce y el sonido de las copas abrazándose y los fuegos artificiales desperezándose en la noche acallan su voz.

Si lo hacemos, si nos congregamos alrededor del monolito que nosotros mismos hemos alzado, si alabamos a este dios cuya arquitectura diseñamos, es porque necesitamos desesperadamente a las dos mentiras que alberga el Año Nuevo. Aquellas que afirman que se puede dejar atrás y que se puede comenzar.

Nada se deja atrás. Todo lo sigue a uno.

Nada se comienza. Todo se continúa.

Y la lógica reduccionista de la oficina –donde uno entra con alma y se va con apenas una carcasa árida, donde vivir es existir, donde la angustia deviene en resignación– también obra sobre el Año Nuevo.

Sólo que reduce el año a la semana. Diciembre al viernes. Enero, al menos luego de las vacaciones, al lunes. Y los días se suceden con la frenética necesidad de llegar al viernes. Cada día y cada estado de ánimo se relacionan con su cercanía o lejanía o con el lunes o con el viernes. Pero quien vive para el fin de semana no vive.

–Cuesta empezar de nuevo.- me dice Ramiro.

–Sí.

–Los lunes se complica.

Pienso. Pienso decírselo. Pienso contarle sobre el monolito y los ritos que hacemos para preservarlo. Pienso desnudarle esas dos mentiras. Pero la máquina de café termina su ciclo de ruidos y tengo el ácido que me mantendrá ocupado por unos minutos.

Lo dejo solo en la cocina y camino hacia la oficina, con cuidado de no verter ni una gota. A ver si el café abre un agujero en el suelo. Y luego otro en el piso de abajo. Y en el de debajo de ese. Y caigo. Caigo por 332 kilómetros. Vaya uno a saber qué encontraré ahí. Acá, por lo tanto, hay una multitud de zombies con corbatas y escotes. Y entre ellos un hombre, con un vaso de plástico que heroico contiene al ácido, temiendo desear que fuera viernes.