viernes, 28 de diciembre de 2007

Victoria.

Amo los días nublados en los que el frío, apenas, despunta. Por más que voy a una oficina gris a través de una ciudad gris encapuchada bajo un cielo gris, voy sonriendo. Sonriendo y tarareando a los Beatles. Me propongo escuchar toda su discografía mientras finjo trabajar. Pero luego reparo en que nos quitaron el acceso al CD, por lo que va a ser imposible hacerlo. No obstante, sigo sonriendo. ¿Y cómo no hacerlo si llego y ella está ahí nomás? Ella. Victoria. La hermosa y genéticamente imposible hermana de Pastelito.
Gardel me patea los tobillos para que la vaya a saludar mientras que un estratega ruso me postula que es conveniente esperar y un poeta melancólico le retruca que por esperar perdí tres años con la recepcionista. Un empleado asustado y ridículamente petiso que no deja de rascarse la nuca me acerca su temor que involucrarme con la hermana de mi odiado superior sólo puede traerme problemas mientras que el Marqués de Sade sonríe al deslizar que no hay mayor venganza que esa.
–Chst, chst, señores.- callo- ¿Saben qué…? Me voy a preparar un café.
Todos protestan. Sólo Gardel me lanza una sonrisa al advertir que Victoria también está yendo hacia la cocina.
–Te lo tengo que preguntar.- arranco, con la voz aún estrangulada. Ella me mira. Sus ojos abanican en apenas un segundo todas las preguntas posibles. Prolongo el silencio. No por misterioso. No por tímido. Sino porque quiero que ella conciba todas las preguntas que le puedo hacer. Que sienta que la que le voy a preguntar es nada más una entre tantas y no una sola. Y también espero porque prefiero que el café salga rápido de la máquina y con el mismo –revolviéndolo, poniéndole azúcar, tomándolo– pueda ocultar algún silencio.
–¿Sí?- apura Victoria.
Sale el café. Lo agarro. –¿Cómo es eso que te cambiaste de trabajo justo en esta fecha?
Ella hace una mueca con sus labios. –No me cambié. No estaba trabajando. Y estaban buscando desesperados acá porque renunció un tal Hernán.
–¿Hernán? ¿En serio? No me enteré.
Victoria llena su termo con agua caliente. –Sip. Se rumorea que alguien le dejó una nota diciendo que miraba porno en el laburo y el tipo se freakeó.
Tomo un trago de café para ocultar que yo fui ese alguien. Me siento responsable e infantil pero busco disimularlo. Después de todo, es la hermana de mi enemigo. –Preparate, este trabajo está lleno de gente rara.
–Entonces me voy a sentir como en casa.- bromea poniéndole la tapa a su termo.
–¡Por tu hermano!- me grita un hombrecito malicioso al oído- ¡Decíselo! ¡Te vas a sentir en casa por el hermano freak que tenés!
–Chst.- callo.
–¿Cómo?- pregunta ella.
Toso. –Que hoy faltó tu hermano y me preguntaba si tenés alguien con quién almorzar.
Victoria sonríe dulcemente. Victoria sonríe. Victoria.

miércoles, 26 de diciembre de 2007

Regalo de Navidad.

Tantos días embutiéndonos espíritu navideño para que después de una sola noche todo desaparezca. Sólo perduran afiches en algún supermercado, y alguna que otra publicidad que se filtra entre las otras como por error. Parecen restos olvidados. Zapatillas perdidas después de un recital. Como cuando Italia se declaró contra los EEUU en la Segunda Guerra Mundial y, de un día para el otro, desaparecieron todas las revistas de Mickey de todos los puestos de diarios.
A la mierda esta esquizofrenia mediática. Si nos embuten la Navidad por semanas, bueno, la seguirán teniendo. Sólo que a mi manera. De más está decir que mi manera es un tanto más macabra que la variación de Burton en El extraño mundo de Jack.
Yo seré Papá Noel. Un Papá Noel de camisa y corbata, porteño, angustiado y atragantado de gris. Iré saltando de escritorio en escritorio. Cargaré al hombro una bolsa gigante llena de teclados, abrochadoras y tazas de café con el logo de la empresa. Aterrizaré sobre el escritorio de cada uno. –¡Jojojó...!- reiré, gutural. Hurgaré en mi bolsa y les deformaré la cabeza golpeándolos con un teclado ensangrentado.
Pero lo macabro se concibe siempre a la distancia. Algo me agarra desde las profundidades de mi oscuridad. Algo me hace trepar, atolondrado, desesperado, hacia arriba, hacia el diálogo de aquellos dos, hacia la tos de la mujer, hacia los teclados, hacia las luces mortecinas, hacia el aire acondicionado. Hacia la oficina, al fin y al cabo.
Lo que me arrastró fuera de mi odio fue otra cosa más que mi odio. Pastelito. La voz de Pastelito, mi archienemigo de las oficinas. –Ella va a estar trabajando con ustedes.- me anuncia él. Al lado suyo hay una mujer enteramente hermosa. Sutil. De anteojos de un marco grueso y negros. Negros como su pelo, largo y lacio. De labios algo carnosos y una mirada oceánica. Elliott Smith. Esa mujer debe escuchar a Elliott Smith. Debe acostarse en su cama, con la mirada perdida en el techo de la habitación, escuchando a Say yes mientras la habita un deseo infrenable de besar a alguien a quien no conoce. Debe reírse de una manera enamoradiza. Debe querer vivir en Usuahia pintando cuadros de caballos. ¿Pero qué carajo estoy pensando?, me interrumpo. Algo. Decile algo. ¡La puta madre!, me grito. ¡Algo! ¡Lo que sea pero ya!
–Bueno.- balbuceo, minimalista y titánicamente tímido.
Pastelito frunce sus labios, fastidiadio por lo que piensa que es mi desinterés. Nos presenta formalmente. –Wilfredo Rosas, Victoria Ricardi.
Ella me saluda con un beso. Dios, su perfume. Pero... Frunzo el ceño. –¿Ricardi?- vuelvo a balbucear.
Pastelito levanta sus cejas. –Sí, mi hermana.

lunes, 24 de diciembre de 2007

Ynglvels.

La ilusión del tiempo tiene esta macana: requiere de burocracias para perdurar. Pues el tiempo es una ilusión. Diseccionen relojes y almanaques y sólo encontrarán la arquitectura de una quimera. Horas, minutos, cumpleaños, aniversarios, días festivos y fines de año sólo existen por una funcionalidad: la de intentar atrapar al tiempo, domarlo. Incluso los fuegos artificiales arrojados en estas fechas encarnan dicha necesidad psicológica: el ruido y la luz irrumpiendo en el silencio y la oscuridad. Perdurar en el fin. Perdurar en lo incierto. Perdurar. De hecho, antiguamente, en los solsticios de verano se prendían fogatas para darle nuevas fuerzas al sol ya que desde esa fecha los días se vuelven más y más cortos. Es todo parte de un ritual: vigorizar a un ciclo para asegurar su continuidad.
Es difícil de librarse de los anhelos y las angustias que estuvieron antes de nosotros, ya sea en nuestra familia o en nuestra sociedad. Sus deseos y sus frustraciones se siguen encarnando en nuestros rituales. Es por eso que nos reunimos en Año Nuevo. Nos juntamos a temer lo incierto que se avecina. A dejar atrás lo pasado. A celebrarlo. A lamentarlo. A celebrar una cosecha nueva. Suena ridículo, pero esta fecha ubicada en el fin del almanaque es justamente la posibilidad de una cosecha nueva. Hemos heredado su ritual, seamos oficinistas o cajeros. Es una época para detenerse y mirar hacia atrás, y hacia delante. Hacer un balance. Como si los balances no pudieran ser hechos en cualquier momento. Esto es, repito, debido a la ilusión de la que les hablaba. Nos mentimos entre todos estas formas que le arrojamos al tiempo. Estos deseos y frustraciones, propias y heredadas. Lo volvemos a inventar. Nos juntamos con amigos, familiares, parejas y miramos qué hay más allá, donde los fuegos artificiales pretenden horadar. Levantamos la copa y le pedimos al sobrinito que tire otra cañita más.
Y no. Parece que estoy deprimido pero no. Por más que Amazon woman haya pasado saludando a uno por uno de la oficina salvo a mí. Sólo a mí. No, viejo, no. Ni un poco. Bah, ¿a quién miento? Hoy pan dulce y escapismo. ¡Salú!

viernes, 21 de diciembre de 2007

Ni una palabra.

Las oficinas son recorridas por un péndulo que oscila entre el odio y el deseo. El motivo es único y sencillo. El aburrimiento.
Cuando uno está aburrido no puede evitar perder la mirada. Frase incorrecta si las hay. La mirada nunca se pierde. La mirada se posa, inconscientemente, en determinado lugar y no en tal otro. Las oficinas están pobladas por el sonido de los teclados y por las miradas. Es el espíritu de viejo chusma que todos tenemos adentro, parado al lado de la ventana, espiando lo que sucede en la calle. Es buscar recrearse con vidas ajenas ante la carencia de una propia. En la oficina es inevitable creer que no tenemos vida y, por eso, uno mira y mira y cuchichea y mira. Y cuando la mirada se ha posado demasiado tiempo sobre alguien en particular se lo puede odiar. O desear. A veces, incluso, las dos. Como es el caso de la mujer que tose.
Les dije ya. Me resultó tierna en la fiesta de fin de año en lo de Gutiérrez. Sabía que ella estaba saliendo con alguien. Pero también sabía que toda mujer es pervertible salvo, claro está, las novias de mis amigos y de los que están leyendo esto. Me acerqué a ella y empecé a hablarle. Me contó su fastidio con el trabajo. Y su aburrimiento. Entonces decidí tomar ese aburrimiento y dirigir su mirada para que empiece, de a poco, a nacer en ella la curiosidad escoltada por el deseo.
Hasta ahora viene resultando bastante bien. Es discreta en el trabajo pero coquetea a través del IR Communicator. Tiene, evidentemente, dudas. Pero yo busco anticiparlas y disiparlas antes de que puedan ser formuladas. Viene, repito, resultando bastante bien.
Mi mirada también se ha posado sobre ella. La veo mientras va al baño. La veo mientras va a la cocina. Y me da ternura. La verdad es que me da ternura. Cada vez que va al baño o a la cocina, cada vez, ella gira para mirar. No puedo evitar sonreír al darme cuenta. Y la bola amorfa del Brontosaurio le devuelve la sonrisa. Me encanta. Me encanta haber hecho que la mirada de esa conglomeración de toses y confesiones indecorosas y gritos que es esa mujer se haya posado sobre la multitud de grasa y boludez que es el Brontosaurio. La sinvergüenza de la mujer que tose me delató con RRHH y me apercibieron porque le dije que era un asco. Muy bien. Voy a unir a la pareja más repulsiva de la oficina y voy a mirar al asco en la cara y, esta vez, no voy a decir ninguna palabra. Tal vez vaya a tipearla.

jueves, 20 de diciembre de 2007

La belleza de los grises.

La verdad es que me dio ternura. Ver a tanta gente en lo de Gutiérrez. Verlos a todos tan producidos, tan preparados especialmente para esa ocasión. Y me dio, lo confieso, un poco de pena y de vergüenza haberles arrebatado la fiesta anterior.
Uno podría decir que es gente que no soporto y que no conozco. Pero hasta la mujer que tose me dio ternura. Se los juro.
Ella se fue a cortar el pelo. ¿Entienden? Para eso, para esa estupidez. Ella se fue a cortar el pelo para una fiesta en la casa de un nabo. Y también fue al podólogo que, según ella, con la carne que le sacó de los tobillos podía alimentar a una tribu.
Esa confesión no me dio ternura.
Pero verla ahí, en lo de Gutiérrez, sí lo hizo. Bailando, riendo, hablando de trabajo, hablando de otros, hablando de ella. Y tosiendo, claro está.
Mientras tomaba mi quinto Fernet me di cuenta porqué semejante bolo de confesiones indecorosas, de gritos, de asco y de tos, me pudo dar ternura. Es que la mina estaba coqueta. Como podía, como se le ocurrió, como le quedó. Pero lo estaba. O lo intentaba. Eso me enterneció. Esa pequeñez que tenemos, esa necesidad de tirarnos encima la mejor ropa y perfume, para sentir que ese día es especial y no es tan sólo un día más como en verdad lo es. Ese es el ingenio del almanaque. Le da puntos cumbres, quiebres y festejos, a esa masa amorfa de sucesiones entre días y noches, entre frío y calor. De otra manera sería insobrevivible. Es insobrevivible percatarse lo inmensamente diminutos que somos, me dije.
Pero Amazon woman me sacó el quinto Fernet de las manos y me hizo bailar con ella y no pude terminar mi reflexión. Fui una mancha más de gris intentando ocultarse en una lluvia de papel picado y luces de colores. Pero al menos la miraba a los ojos con mi mano en su cintura. Al menos la miraba a los ojos, carajo.

miércoles, 19 de diciembre de 2007

Sepan entender.

Creo que todavía lo tengo inundado. El cerebro, digo. Muevo la cabeza y siento un líquido sucio moviéndose, como puede, entre la materia gris. Ayer salimos a tomar. Con un ex compañero de trabajo que supo ser amigo por más que no sólo se haya ido de trabajo sino de continente. Pero, de vuelta unos días en la Argentina, buscamos borrar la distancia del océano con aún más cantidad de líquido. Aunque cambiamos el agua salada por alcohol. Y mucho alcohol. Diez pintas. Tomé diez pintas. Es alrededor de cinco litros de cerveza. Yo sólo. Cinco litros. Y no busco disculparme con esta confesión. No, señores. No. Pero simplemente la comento para que entiendan mi contexto. Para que, señores del jurado, sepan el cansancio de mis músculos, la agonía del sol y las miradas rajantes de la hinchada sobre mí cuando pateé con el arco solo y la tiré afuera. Intenten comprender.
Tosía. La mujer tosía mientras hablaba que hoy a la noche, para la fiesta de Gutiérrez, se iba a depilar. Con una antorcha, bromeaba. Quise ir hasta ella y ahorcarla con el cable del mouse. Cerré los ojos, sentí ese líquido sucio moviéndose entre mi cerebro, y busqué relajarme.
Pero no, señores. No. La mujer continuó tosiendo. Y haciendo declaraciones impúdicas a los gritos. –Hace mil que no me depilo. Pero no da ir a la fiesta toda bigotuda.
–Y, boluda, ¿qué onda Gustavo?- pregunta la Crazy mother fucker mientras se ríe con su risa de Patán, y de noche y de alcohol y de puchos.
–Si ese está lleno de pelos. Que se depile él primero.
La Crazy mother fucker ríe y quiero agarrar mi monitor e incrustárselo en el cráneo. Una y otra vez. Hasta que su rostro sea tan sólo una mancha en la alfombra. Pero me contengo. Ella sigue riendo. Y la otra sigue tosiendo. –Esto de ser coquetas cuesta.- afirma entre toses- Me acuerdo cuando estaba embarazada. Usaba siempre la misma calza y a la mierda. Después le quedó un olor que—
–Eh… Eugenia.- le dije.
Y sí, señores del jurado, sepan entender. Un hombre que calla lo que su pecho grita no es un hombre. Es un cobarde.
–¿Sí?- me pregunta la mujer que tose, confundida por mi interrupción.
–Eugenia. Te llamás Eugenia, ¿no?
–Sí.
–¿Cómo me llamo?
Ella frunció el ceño. Miró a la Crazy mother fucker con una expresión de desconcierto. –No…
–No sabés cómo me llamo. Yo sí sé cómo te llamás.- le dije, y me senté.
Ella ahogó una risa entre su tos. La Crazy mother fucker hizo lo mismo. Me volví a parar. –¿Sabés si estoy de novio o solo o algo?- insistí.
Ella rió. –¿Qué te—
–No, no sabés.- interrumpí- Yo sí sé que estás de novia. Hace diez meses. Con Gustavo. Gustavo, el que trabaja en IBM y los domingos quiere mirar televisión y no le gustó los últimos zapatos que compraste y ronca cuando fuma después de cenar. Así como también sé que tenés un pekinés, que el pescado te da gases y que el ginecólogo te recomendó que te laves mejor. Y no quiero saber estas cosas, Eugenia. No quiero. Estoy acá, todo el tiempo, es inevitable que se filtren vidas ajenas en lo que escucho. Más si hablan a los gritos como vos. Pero por favor privame de la tuya que, francamente, no me interesa y me da bastante asco.
Y me senté.
Sepan entender, señores del jurado. Sepan entender. Ruego que sepan entender, me digo mientras me conducen hasta la oficina de RRHH. Abren la puerta. Miro adentro. No hay ningún jurado. Sólo el jefe de RRHH y, ahora, yo.

lunes, 17 de diciembre de 2007

La muralla del primer paso.

Ni idea qué escribir. La página en blanco se despliega ahí, en el monitor, obscena e insolente en su desnudez. El cursor titila sobre ella, arrabalero, burlándome, diciéndome que no es que las palabras no logran trepar hasta mis dedos sino que no hay palabras. Cierro, entonces, el mail.
Y sí, casi caigo en lo bajo. Casi le mando un mail a Amazon woman pidiéndole vernos. Y si no caí en lo bajo no fue por mi temple ni por mi dignidad. Sino por mi falta de inspiración. –Es complicado no saber qué decirle a la mujer a la que no era necesario decirle nada.- observo.
Me levanto. Voy a la cocina. Un vasito de café con gusto a napalm y a otra cosa. La otra cosa es la mujer que tose. Mientras espero el café no puedo evitar escuchar que tose y le cuenta cosas a no sé quién por el celular. Nunca en mi vida deseé tanto que el café se haga en un segundo. Su conversación viola a mi oído. Y a mi alma. –Voy a tener que ir al ginecólogo para que me la enseñe a lavar.- lanza, así, como si nada.
Presiono el botón del café diez veces, cien veces, mil veces, en un intento desesperado de apurar el proceso.
–Es que me lavo lo suficiente pero no demasiado. Prefiero apenas evitar una infección pero estar con baranda.- continúa.
No puedo irme así como si nada. Tengo que esperar el café. Toso. Toso más fuerte. Que note mi presencia. Que se apiade de mí.
–No parece porque soy alta pero la tengo grande. Sí, totalmente, un manguerazo y a la mierda.- sigue, sin apiadarse ni un poco.
Detesto cuando alguien habla más fuerte de lo necesario. Y más aún si es burdo. Y más aún si es escatológico. Y más aún si habla más fuerte de lo necesario y es burdo y escatológico y tose y tose y tose. Dejo el café sirviéndose y me vuelvo al asiento. Que piense lo que quiera pensar.
–Te olvidaste el café.- me advierte, tosiendo, apartando un poco el celular.
Frunzo los labios. El cursor titila sobre mi garganta, arrabalero, burlándome, diciéndome que no me animo. Toso. –Gracias, pero después de escuchar esa conversación se me fueron las ganas de café.- deslizo finalmente- Y de muchas otras cosas.- agrego.
Vuelvo a mi asiento. A veces una muralla puede consistir tan sólo dar el primer paso. Luego del mismo, todo es llanura. Abro el mail. Empiezo a escribir. Pero esta vez no a Amazon woman. Sino a mi primo. La fiesta de Gutiérrez es el miércoles y Sid Vicious le ganó la pulseada a Gardel.

viernes, 14 de diciembre de 2007

Alguno de los dos.

Yo lo intento. De veras lo intento. Pero nada. Por más que arriesgue mi trabajo. Lo intento y lo vuelvo a intentar. Día a día. Una sucesión de venganzas tímidas contra esta oficina anémica. Es mi manera cobarde y rebuscada de decirles lo que pienso de todos ellos. Sin decírselos, claro. Día a día lo hago. Pero nada. Por más que mi caravana de venganzas me haya llevado a arruinar la fiesta de fin de año. Y por más que lo haya hecho con semejante metáfora: todos durmiendo en medio del festejo, todos unidos por el mismo sopor, por el mismo absurdo. Pero nada. Siempre encuentran una manera de hacerme sentir que fue en vano. Que mis intentos más desesperados de volcar algo de alma a este gris pasan desapercibidos.
Y así fue nomás. Una nueva fiesta. Se va a hacer una nueva fiesta. “¡Luego de la Fiesta Siesta se viene la Fiesta Fiesta!”, clama el mail de Gutiérrez. Así es. Gutiérrez decidió ponerse por los hombros la responsabilidad de ser quien le va a devolver a esta gente todos los “bailes, risas, ebriedades, vómitos en el baño y besos inesperados” que les robaron.
El mail pide que confirmemos presencia. Frunzo los labios.
–No seas gil.- me dice un diminuto Gardel que se posa sobre mi hombro izquierdo- Sacate la mugre melancólica de encima y andá con la arrabalera certeza de ganarte a esa mujer amazónica.
El diminuto Sid Vicious de mi hombro derecho sonríe. –Search and destroy? No. Go and destroy.- propone, para tomar un trago de whisky directamente de la botella.
Chasqueo la lengua contra mi paladar mientras taso las dos opciones. Asiento con la cabeza. Confirmo mi presencia. Alguno de los dos tendrá razón.

miércoles, 12 de diciembre de 2007

Fuera del tarro.

No sé quién es. No sé porqué lo hace. Sólo sé que lo hace. Y que será difícil dar con él. Porque pienso dar con él. Cueste lo que cueste.
El baño de esta oficina ha visto costumbres peculiares.
Los que hablan por celular mientras hacen sus necesidades.
Los que se llevan el diario o una revista.
O Gutiérrez, que se lleva a interminables novelas rusas.
Los que no se lavan las manos.
Los que se las lavan demasiado.
Los que se demoran cuando uno quiere estar solo.
Los que pispean al otro en el mingitorio.
Los que se cepillan los dientes compulsivamente.
Los que al vernos ahí nos saludan, como si no nos hubieran saludado ya, como si el baño fuera otro lugar, ajeno a la oficina, y otro tiempo.
Los que se duermen una siestita.
Los que usan poco papel.
Los que usan mucho.
Los que se tocan. Porque se tocan.
Los que defecan escuchando música.
Los que no contraen siquiera un músculo para intentar reducir la teatral enormidad de sus flatulencias.
Y él.
Él. Sinvergüenza y desconocido. Él.
No sé quién es él, repito. Pero es un desgraciado y de alguna manera voy a encontrarlo. El motivo es sencillo: me cansé. El baño es el último amparo que tengo en esta oficina. Es el lugar donde nadie pude venirme a buscar. Es donde puedo sentarme y jugar al Tetris o al Solitario en el celular. Pero no. Este tipo profano y maleducado vino a deshonrar mi pequeño templo de porcelana. ¿Qué hace? Por algún motivo se le ocurre hacer pis no en los mingitorios sino en el inodoro. Está bien. Varios son los tímidos y varios son los que no quieren exponer a miradas ajenas las modestas dimensiones de sus hombrías. Está bien. Lo acepto. Pero lo hace con la tapa abajo. Y sobre la tapa. Sobre toda la tapa. Empapada. Empapada la encuentro. Y no fue una vez, un accidente. No. Son varias veces ya. Varias. Al principio se me ocurrió que era alguien que se había peleado con la mujer de limpieza y esa era su cobarde y escatológica venganza.
Pero no.
Esto sigue y sigue y sigue. Hasta hoy. Hasta ahora. Frunzo los labios. No pienso limpiarlo. El cubículo de al lado está ocupado. Suspiro. Guardo mi celular en el cual ya había abierto el Tetris. Vuelvo a la oficina. Miro alrededor. –Ya te voy a encontrar, sinvergüenza.- susurro, mientras drago al piso entero con mi mirada- Ya te voy a encontrar… Y, seas quien seas, hindú, yanqui, Pastelito, desconocido o no, seas quien seas, la vas a pagar.

lunes, 10 de diciembre de 2007

No sé porqué.

Llueve. Me encanta la lluvia. Me encantaba más cuando no tenía que lavar ropa. Y más todavía cuando no me goteaba el techo del balcón ante la fingida despreocupación del consorcio.
Las gotas golpean contra la ventana de la oficina. Me inclino para ver hacia abajo. Todos se apuran, protegiéndose con paraguas, con carpetas. No pasa como en el cine. Nadie cierra sus ojos y levanta su rostro al cielo mientras esparce sus brazos y es uno con la lluvia. Tampoco pasa como en el cine, como en Office space particularmente, película en la cual un oficinista como yo puede engancharse con Jennifer Aniston. Y recíprocamente, aparte.
Lo que sí pasa es alguien que reparte medialunas mientras dice que son por el cumpleaños de Facundo. Tres años y medio acá y ni idea quién es Facundo. Pero no pienso deshonrarlo y agarro una medialuna. Le agradezco con una sonrisa al que las distribuye. Tampoco sé quién es.
Tampoco sé quién es toda esta gente. El mail del Vengador anónimo sólo generó murmullos. Nada más. Yo esperaba que todos tomaran acción. Hasta lograr al menos una disculpa del tío de Pastelito y la renuncia de Pastelito, antecedida por un discurso pomposo pero anémico en el cual se secaría las lágrimas con su sweater color pastel.
Pero nada.
Bueno, no nada precisamente. Es peor que nada. Escucho al Brontosaurio quejándose que la medialuna que agarró es muy chica –todo es muy chico comparado con sus dimensiones, por cierto– y escucho a Gutiérrez contestándole que eleve el reclamo con el Vengador anónimo. Y Paz que ríe.
–Así que así son las cosas.- me digo. Me pongo los auriculares. Busco Somedays de Regina Spektor. Hermosa canción para un día de lluvia como este. Me pierdo en su voz. En su sencillez. En su poesía. Y me digo que si tiene que llover afuera, que llueva. Ya se secará la ropa húmeda en mi balcón inundado. Y me digo que si tiene que llover acá adentro, en esta mórbida oficina, que llueva. Porque va a llover. Sobre cada uno de todos ellos. Cambio a Regina Spektor. De repente, no sé porqué, se me antojó algo más aguerrido.

viernes, 7 de diciembre de 2007

Todo o nada.

Rag & bone, de The White Stripes, suena en mis auriculares.
Muy apropiado para este momento. Una canción alocada y absurda sobre dos ropavejeros que hurgan entre restos ajenos para encontrar algo que les resulte valioso.
Muy apropiado, sin dudas, para este momento.
Encarna mi triunfo sobre la política de Pastelito que debió rebajarse para impedir la renuncia de veinte de nosotros justo en este momento. Le gané la batalla. Una batalla peleada con bostezos, post-its, mails y reuniones insípidas.
Rag & bone encarna un escapismo ideal de la imparable tos de esta mujer. Y, por último, encarna mi búsqueda entre los mails viejos del webmail de Pastelito. Entré de curioso y observé que él había dejado la opción para que cada mail que el Outlook baja a su computadora quedara copiado en su casilla web.
Un escalofrío recorre mi cuerpo cuando me doy cuenta. Acoto mi exploración a unos meses atrás.
En mi momento preferido de Rag & bone, cuando Meg lanza un hermoso, espontáneo, dulce, despreocupado y rítmico I don´t know entre el circense monólogo de Jack White, ahí, justo ahí, lo encuentro. Entre los restos.
Este es uno de esos momentos en los que deseo no ser ateo para poder cometer el cliché de agradecerle a Dios.
Un mail. Un simple mail. Nunca pensé que podría desear no ser ateo por un simple mail. Pero es así, nomás. Un mail de Pastelito a su tío en RRHH de la empresa. Y la respuesta del tío, diciéndole que no era necesario traer algún certificado por sus supuestos tres meses de gripe.
Frunzo los labios.
Me saco los auriculares.
Escucho a la mujer tosiendo. Y a Paz tarareando un tema de Paulina Rubio. Y al Brontosaurio riendo bobamente mientras Gutiérrez le asegura que de alguna manera la marimacho del Patova está embarazada.
Es bueno poder castrarse los sentidos en este lugar con The White Stripes, me digo.
Reenvío los mails de Pastelito y su tío mi casilla en Gmail.
Miro alrededor. Siento a mi corazón latiendo en mi pecho y mi respiración algo entrecortada.
Para ahorrar tiempo abro una casilla nueva. El vengador anónimo, se llama. Si no puedo cometer el cliché de agradecerle a Dios al menos puede darme el lujo de este cliché.
Miro alrededor. La mujer tose. Gutiérrez se va al baño con la novela Robison Crusoe bajo el brazo, tarareando Hakuna Matata. La mujer tose. La Crazy mother fucker sigue buscando en Sexy o no mientras habla con su compañera sobre ginecólogos, con esa voz de noche, de alcohol y puchos.
Me digo que es cuestión de esperar al almuerzo. De ir a un locutorio y reenviarle esos mails a toda la empresa desde la casilla del Vengador anónimo. Me digo que uno no debería contentarse con apenas ganar una batalla. En algún momento la mera supervivencia no es vida. En algún momento no sirve con tan sólo resistir. Hay que arrasar o ser arrasado.

miércoles, 5 de diciembre de 2007

Generalmente.

Generalmente odio los miércoles.
Y encima me acosté a las dos de la mañana por la facultad.
Hoy llegué una hora tarde. Una hora y cinco minutos, como me precisó Pastelito.
Y no puedo escuchar música.
Y esta mujer tose.
Y tose.
Y tose.
Y encima siempre pasa para esta época. Los pedidos que deberían distribuirse entre los meses de diciembre y enero se amontonan en esta semana. El motivo es sencillo: los clientes no quieren que haya ningún percance durante las festividades. De manera tal que la tranquilidad de alguien es la angustia de muchos otros. Y cuando digo muchos realmente me refiero a muchos. Cada uno de nosotros está inundado de trabajo, y nuestros teamleader andan con sus Outlooks repletos de mails preguntando por tal o cual pedido. Y los hindúes, mejor ni les cuento de los hindúes.
Y encima me costó más de lo que esperaba convencer a veinte personas para hacer dos simples cosas.
–Necesito que te quedes hasta las nueve hoy.- me anuncia Pastelito- Hay mucho volumen de trabajo y, por otro lado, venís debiendo varias horas.
Lo miro. Frunzo los labios. Asiento con la cabeza. –¿Me mostrás los certificados, por favor?
Se echa hacia atrás. –¿Qué certificados?
–Esos, por los que faltaste tres meses por una gripe. ¿Me los mostrás?
Su rostro quiere adoptar una expresión asesina pero se conforma en una expresión insípida. –No sos quien para pedirlos.
–¿No soy quien? Soy un empleado de esta—
–Y yo soy tu supervisor. Y no te incumbe a vos lo—
–Ah, no a mí.- interrumpo, para pararme- ¡A ver, a ver…!- digo a la oficina entera- ¿Alguien más quiere ver los certificados por los que este faltó tres meses por una gripe?
Las manos se levantan. Las de los veinte son las primeras. Algunas, dudosas, las escoltan.
Algo estalla profundo adentro de Pastelito. Pero tan profundo que su rostro apenas lo percibe en una pequeña mueca. –Yo soy su supervisor…- repite, con la voz entrecortada- Recuerden que los bonos de fin de año—
–¿Así es como es?- interrumpo- ¿Si no bajamos la cabeza no tenemos bono?
–Así no vale.- apoya Gutiérrez, inesperablemente.
Pastelito va a hablar pero lo interrumpo levantando mi mano en el aire. –No sé si te lo tengo que mandar a vos o a tu tío que es el capo de RRHH…- digo, y la oficina estalla en susurros. Lo miro. Pastelito quiere estrangularme. Le sonrío. –Pero ahora me voy a mandar el telegrama de mi renuncia. Así, con un pelotudo como vos de teamleader y sin música ni bono no vale la pena seguir acá. ¿Estoy muy equivocado, gente?
Los veinte al final se paran. –No.- me dicen, a destiempo.
Un murmullo recorre a la oficina. Camino hacia la puerta. Los veinte se paran y me siguen. Pastelito corre detrás nuestro. –Esperen, esperen… ¿qué van a hacer?
El Brontosaurio se ríe. –¿Qué te parece que vamos a hacer, pastel? Renunciar.
Generalmente odio los miércoles. Pero este está resultando bastante bueno.

lunes, 3 de diciembre de 2007

A la guerra, nomás.

Era chico. Debía tener unos doce años y se había perdido mi perro. Recuerdo que pasé días en mi bicicleta, dragando Lomas de Zamora. Cada esquina por la que doblaba me advertía que dejaba otras tres sin revisar. A veces me detenía para recobrar el aliento, cerrar los ojos y escuchar. Escuchaba tratando de individualizar su ladrido. Pero nada. Entonces seguía en bicicleta, secándome las lágrimas como podía, porque ya tenía doce años y no quería ser un chico que lloraba por su mascota. Pero no podía evitarlo. Como tampoco podía evitar imaginar dónde estaría mi perro. A veces lo veía acurrucado en algún pasillo, llorisqueando. Otras, a una cuadra de donde yo estaba. Siempre a una cuadra nomás. Pero, incluso a mis doce años, yo tenía unos hombrecitos resentidos y morbosos en mi inconsciente. Estos hombrecitos me susurraban que mi perro había sido agarrado por un señor gordo, pelado y mal vestido. Y me aseguraban que le había puesto un bozal, lo había atado y dejado en un patio de dos por dos con baldosas sucias. Y que le pegaba. Lo insultaba y le pegaba. Y estos hombrecitos, cada vez que yo cerraba los ojos, me decían que ese ladrido, ese que sonaba apagado, impotente y perdido, era el de mi perro.
Pasaron trece años. Así que sin dudas tuve que meter profundo mi brazo en el barro y buscar y buscar. Hasta que, al fin, lo encontré. Tiré y tiré hasta lograr sacar del barro al señor gordo, pelado y mal vestido. Lo miré a los ojos. Un odio que estuvo recorriéndome por trece años sin llamar demasiado la atención grito desde cada recoveco de mi cuerpo. Agarré al hombre por el cuello y le arranqué el rostro. Gritó, desesperado, pero yo me tomé mi tiempo. Con cuidado busqué en mis bolsillos. La encontré y estiré. Con cuidado, la dejé sobre la cara desnuda y sangrante del hombre. Se la fui cosiendo, de a poco. El hombre gritaba pero no me detuve hasta haber terminado. Lo miré. Había quedado, prolijamente, cosido sobre su rostro el de Pastelito. Cerré entonces los ojos. Me retrotraje a mis doce años en Lomas de Zamora. Busqué los ladridos perdidos en el barrio. Una por una. Iba a demoler casa por casa hasta dar con él. Y, entonces, con el odio que sólo el tiempo sabe foguear, y con todos los mp3 de todas las computadoras sonando detrás de mí, le daría al fin lo que se merecía.