viernes, 12 de noviembre de 2010

Sombras

Un hombre camina en la intensidad hacia la puerta.
Su sombra se arrastra detrás y, en ella, peleas con su padre y risas y primeros besos y de desvelos por amor y por desamores y domingos en familia y ese llamado ebrio que recibió de su tío y su primera noche en su primer departamento alquilado y fantasías y angustias y sueños y fracasos y mimos y charlas y tristezas y esperas y desesperación y miedos.
La puerta se cierra detrás. La sombra con su océano de momentos se escurre bajo de ella, pasando como un charco hasta la otra habitación.
Queda acá, de este lado, el silencio. Silencio apenas. Silencio y suposiciones. Suposiciones y susurros. Susurros y cuchicheos. Cuchicheos y conversaciones, conversaciones empapadas de angustias y gritos y pánico y mierda y odio.
Ejércitos de ideas batallan sobre nosotros en la oficina. Los soldados se desangran y gritan y arremeten unos contra los otros. Triunfan por breves instantes y pierden por eternidades.
La puerta se abre y, con ella, vuelve el silencio.
Los soldados permanecen, moribundos, de pie. El hombre, el hombre que camina por la intensidad, pasa entre ellos. Los reconoce en la mirada de cada uno de nosotros. Pero no les presta atención. Va hasta su escritorio. Junta las fotos y los muñequitos ante el hombre de seguridad.
Nos saluda con una sonrisa tan variada como la vida misma. Sus labios se retuercen. Quiere decirnos algo. Pero ese algo trepa por su pecho y ya puede anticipar que no pasará por su garganta y no quiere abrirle la puertita de sus ojos enfrente de todos nosotros. Sus labios, entonces, se retuercen y nada más.
El de la seguridad le señala, apenas, hacia los ascensores. Como si él no lo hubiera visto ir y venir todos los días hábiles por cuatro años. El despedido contiene el insulto y lo sigue.
Un hombre camina en la intensidad hacia la puerta.
Su sombra se arrastra detrás y, en ella, abrazos y llantos y cucharitas y los juegos a los que jugaba de chico y esa mujer que le rompió el corazón y películas vistas acurrucados con esa mujer antes de que le rompiera el corazón y su odio por el helado de sambayón y ese sábado soleado y la primera vez que rió tanto que le dolía la panza y los cachetes y su primera clase de guitarra.
La puerta se cierra detrás. La sombra con su océano de momentos se escurre bajo de ella, pasando como un charco hasta la otra habitación.
Queda acá, de este lado, el silencio.

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