miércoles, 28 de octubre de 2009

Mi humilde revolución

A veces hay que soportar cosas. Morderse la lengua, asentir y pasar a otro tema. Dejar que el flujo del tiempo se lleve la molestia hacia el olvido, o hacia un tumor. Pues a veces tener que soportar cosas se vuelve insoportable y el cuerpo nos lo hace saber de la peor manera. Muchas veces, sin embargo, no nos queda otra. O nos queda, pero eso implica renunciar a un trabajo, resignar un amigo, reprobar una materia, perder una pareja.
Que no se malinterprete: no estoy proponiendo una loa a la sumisión, una circunscripción a lo políticamente correcto, al conformismo, un aplauso al facilismo, una censura a la discusión. En absoluto. Porque en la discusión se confronta. Se crece. Se aprende. Se madura. Simplemente observo que, por diversas circunstancias, uno de los pilares que sostiene a este mundo es la resignación.
A veces hay que soportar cosas. Supongo que es en pos de algo mayor. Que bajar la cabeza tiene un fin último y noble. Aunque, a veces, muchas, el fin último está en el bolsillo. O en evitar romperle la cara a Ramiro. Lo cual, pensándolo bien, ocasionaría que me despidieran sin indemnización. Lo cual tiene una relación íntima con mi bolsillo.
Quiero.
Quiero resignar la batalla por la guerra. Pero sigue insistiendo. El tipo sigue insistiendo.
–Somos los dos polos opuestos.- me dice, riendo- ¿O no lo somos, eh?- agrega, agarrando con una mano su remera con la cara del Che Guevara y, con la otra, mi remera con una frase de Seinfeld.
Miro su mano. La saca.
–Tranquilo, yanqui imperialista.- dice.
Lo miro. Tomo el mate.
–Miralo, ni una palabra.- continua- Atrofiado de palabras- poetiza.
Lástima que me vio poniéndole yerba al mate. Sino podría fingir que se lavó e irme a la cocina a cambiarla. Cuando vuelva, el tema de conversación habrá cambiado. Quizá hablará de Megan Fox. O de Cacho Castaña. El abanico de conversaciones en una oficina aburrida es infinito, después de todo.
–Muchachos, no me arranquen una guerra fría ahora justo que empieza a hacer calorcito.- bromea el gordo Spam.
Lo miro, sorprendido. Sin dudas fue un comentario ingenioso para mi gusto. ¿Podrá ser que lo haya menospreciado? ¿Podrá ser que debajo de esa coraza de grasa y granos y pelos mal ubicados y chismes se esconda alguien interesante, con un agudo sentido del humor? Tendré que investigar.
Ramiro se levanta para ver pasar a Lu, la lesbiana destinataria de mi amor imposible. Asiente con la cabeza, sonriendo. –A esa cola le sobra silla y le falta—
–Bueno, bueno.- interrumpo. De repente me siento un viejo censurando el lenguaje de su nieto reggaetonero.
Me mira.
Lo miro. –¿Sabés que me llama la atención?- digo- Que vengas a laburar a una empresa yanqui con una remera del Che y te creas que eso está bien, cuando en verdad lo que estás haciendo es bajar la cabeza, resignarte. Bromeás, sí, que usás al sistema, que te dan plata y que vos después con eso vas a hacer algo piola. Hace siete años que estás trabajando acá, ¿no? ¿32 años tenés? ¿Cinco años de novio? Man, olvidate. El sistema te devoró. Y no queda otra. Hay diversas instancias en las cuales uno puede quedarse. Pero todas dentro del proceso de digestión del sistema.
–Eso es lo que querés creer.- retruca- Vos te habrás resignado. Pero yo busco algo más humano que todo esto. No la plata por la plata, la ceguera capitalista—
–Eso me da por las pelotas, ¿sabés?- interrumpo- Porque el capitalismo es una mierda, y ha hecho atrocidades, y ha matado a millones y ha creado guerras. Pero el comunismo se la da de crítica a eso, de versión más humana, de sistema superador.
–Y claro.
–Y claro las pelotas. ¿Alguna vez hablaste con un ruso que se haya venido a vivir acá? En la Rusia comunista masacraron a 30 millones en dos años. Y en Ucrania, a 6 millones. Cuando entraron en Polonia, como los polacos les hacían frente a los tanques con bombas molotov, los rusos ataron a nenes polacos a los tanques para que los polacos no les tiraran más bombas. ¿Eso es humano? Eso es cruelísimo. ¿Sabés algo de los campos de concentración de la segunda guerra mundial en Rusia? Eran peor que los alemanes. ¿Hablaste alguna vez con un checo? ¿Con un turco? ¿Un polaco? ¿Un alemán del este? Te hablan pestes, man. Pestes del comunismo. ¿Con un chino exiliado? ¿Leíste algo de literatura de exiliados comunistas? No podés creer lo totalitaristas que son esos países. ¿Te metiste en Generación Y, el blog de la cubana? ¿Vos viste las cosas que dice? ¿Viste los links que tiene? ¿Viste las cosas que dicen cada uno de esos links? Me parece que no. Pero así y todo te venís acá, a una empresa yanqui, con una remera del Che, ese símbolo adolescente contestatario, creyendo que eso está bien, creyendo que tenés ideales, mientras que el monstruo que criticás te paga el alquiler y la comida y hasta esa remera que lo critica, mientras el almanaque te patea los talones hacia los 33, tu relación te patea al casamiento, el casamiento a los hijos y los hijos a seguir bajando la cabeza ante el monstruo para pagarles comida, ropa y educación y una remerita que lo critique. Ahora, no te digo que lo aceptes. No te digo que el sistema está bien. En absoluto. Pero la revolución no pasa por personas que fueron contestatarias hace 30 años, compartas o no como hayan contestado. Una revolución eterna no es una revolución. Si querés ser revolucionario mové el culo y fijate qué está pasando ahora. Como dijo el hijo de Yoani Sánchez.
–¿Y esa?
–La de Generación Y. En los colegios de Cuba, desde hace 20 años, piden que digan “Pioneros por el comunismo, seremos como el Che.” Bueno, el nene no se sumó al resto en esta oración. Y la profesora le preguntó por qué. “Porque el Che está muerto y no quiero estar muerto.” Después, claro, terminó diciéndola ante la insitencia de la maestra.
Ramiro asiente quedadamente con la cabeza. Googlea a Generación Y. Lo abre. Sé que lo abre para poder contestarme algo. Para leerlo y decir que no menciona las ventajas que hay en Cuba. Para seguir defendiendo al comunismo. Como si yo no le hubiera dicho que el capitalismo apesta. Pero no importa. Estoy dispuesto a enfrentarlo. Estoy dispuesto a meterme en un terreno que odio, que francamente me aburre. Porque la política jamás me ha interesado. Pero estoy dispuesto a embarrarme en ella. De la misma manera en la que retomé el tema de conversación tras su comentario sobre el culo de Lu. Porque a veces hay que soportar y resignar cosas, sí. Pero jamás una mujer. Por más lesbianamente incorrespondida que sea. Ese es el lema de mi humilde revolución.

viernes, 23 de octubre de 2009

De boinas y amores y odios

¿Por qué amamos a las mujeres con boinas? Yo creo que es porque nos recuerdan a las francesas. Y, es sabido, ninguna otra mujer sabe suspirar y hacer suspirar como las francesas. La boina, además, tiene cierta reminiscencia de coquetería fuera de tiempo, risueña, elegante, juvenil pero madura. Es cierto que ante la llegada de la primavera y el verano, el deshielo indumentario deja entrever fragmentos anatómicos que lo hacen a uno retorcerse en el asiento del subte, morderse los labios y contener los instintos criminales. Es cierto que la primavera y el verano nos brindan escotes, polleras, colas desprovistas de censuradores abrigos, minifaldas, espaldas y hombros –sí, me encanta un lindo hombrito–. Es cierto que el verano amplía el sentido del olfato y determinados perfumes nos patean en la nuca y nos arrastran hacia la mujer que lo usa. Es cierto. Sí. Pero la boina… la boina es distinguida, desenvuelta, es indie y vintage y artista, la boina sabe muy bien que o es la primer prenda en quitarse o la última. O que no se quita en absoluto.
Ahora, las cosas no son lo que son. Las cosas son los recuerdos que uno tiene de ellas. Si veo una boina, o si la menciono o si escucho esta palabra, me acordaré de ciertas mujeres que conocí vistiéndola, de las francesas, y recordar a las francesas es recordar a Amelie, y recordar a Amelie es amarla. Entonces podríamos decir que la materia de las boinas es, para mí, recuerdos de amor.
¿Pero qué sucede? Llego, me siento y giro con los ojos entrecerrados como un nene mirando una película de terror sabiendo que el monstruo está por aparecer y al entornar sus párpados por un lado se protege del monstruo y por el otro desea verlo. Mi mirada da con algo mucho más aterrador que una criatura del pantano, que un muerto viviente o que un loco destripador. Da con el gordo Spam comiendo una medialuna rellena de dulce de leche. Manchas y migas sobre su pecho. Papada trémula. Boca abierta al mascar, tarareando alguna canción de Cristian Castro. Nariz manchada con dulce de membrillo, seguramente de alguna factura anterior. Orejas cerosas con auriculares en los que se filtra, aguda, una canción de Cristian Castro que agradezco no reconocer. Ojos perdidos en la página web de un diario de rumores. Y, sobre su cabeza, una boina.
Asiento quedadamente con la cabeza, comprendiendo que mi vida se acaba de arruinar. Que en mi cadena semiótica de la boina, poblada por dulces mujeres porteñas y delicadas francesas, por desnudos artísticos y por destacadas y anónimas peatonas en noches de otoño, por Amelie, está, ahora, el gordo Spam.
El gordo Spam ha entrado en puntitas de pie en el rincón más protegido y amado de mis neuronas. La única manera de echarlo es clavarme un fierro, extirpando esa región de mi cerebro. Pero eso supondría olvidarme de las mujeres con boinas. Y las amo lo suficiente como para soportar el dolor de verlas reunidas con el gordo Spam. De la misma manera, las amo lo suficiente como para no luchar por ellas.
El gordo Spam va al baño. Me arrastro en la silla hasta su lugar. Miro alrededor. Nadie me observa. Bien. Agarro la tortita negra que se está reservando para el final. Odio saber estos detalles de la gente desagradable que me rodea. Pero a veces justifican su espacio en mi cerebro. Parto el cartucho de la lapicera. Lo clavo adentro de la tortita negra. Lo muevo para que baje la tinta. Lo saco. Miro adentro del agujero. Azul. Bien. Cierro el agujero. Clavo la otra mitad del cartucho en otro lado de la tortita negra. Espero a que baje la tinta. Lo saco. Tapo el agujero. Me arrastro a mi lugar.
El gordo Spam vuelve del baño. Se sienta frente a su computadora. Se pone los auriculares. Toma un sorbo de café. Agarra la tortita negra. Le da un bocado. Pone una cara rara. Sigue comiendo. Tararea una canción. Sus labios están azules. Da otro mordisco. La cara rara se repite. Masca con la boca más abierta que de costumbre. Mira a la tortita. Ve la tinta cayendo por su mano. Escupe sobre la mesa. Se frota la boca, desparramándose la tinta por su mentón y cachetes. Mira desesperado a su alrededor. Yo, por lo tanto, lo observo desde el reflejo de mi computadora mientras fijo estar muy compenetrado cantando la canción que acabo de buscar en Pandora: Azul, por Cristian Castro.

miércoles, 21 de octubre de 2009

Los días feos son demasiado lindos para hablar de oficinas

Arrabalero, el invierno insiste. Viejo verde, pero elegante, mete su mano bajo el vestido de la incipiente primavera, acariciando esas piernas que se entreabren al entrecerrarse los ojos de ella. La desviste para vestirla luego de besos. Sentado él, la tiende desnuda y boca arriba sobre sus piernas. La recorre con las puntas de sus dedos. Dibuja círculos entre sus pechos y entre sus piernas. Ella gime arqueada sobre la falda de él como un bandoneón.
Ya se irá el invierno, con su temple gris y huraño, tal vez taciturno, a perderse en la noche como todo buen amante. Y ella lo recordará y en su sonrisa brotarán flores y en su risa cantarán pájaros. En el vientre de la primavera se desperezará la vida y el calor de la misma se apoderará de ella. Dará a luz, luego, al otoño, esa suerte de pueril invierno, de nostálgica primavera.

jueves, 15 de octubre de 2009

Una pasión que trasciende al Río de la Plata

Filmar toda la noche en Adrogué un corto para Inglaterra. Arrastrarme en un tren, un subte y otro hacia mi departamento, llegando a las ocho de la mañana. Manotear elementos en la cocina y unir los que me parecía que eran una taza y café. Tomarlo mirando lo que creo que es el noticiero. Arrastrarme en un subte hacia una empresa norteamericana que trabaja con enlaces satelitales en África y Asia. Ser recibido por Ramiro, con una mano sobre sus genitales, agitándolos ligeramente, con bravía. –¡Tomá puto, tomá!- me dice.
Hacer el increíble esfuerzo de levantar mis cejas para denotar confusión.
–Calentito, ¿no?- insiste.
Mirar hacia la ventana. Entrecerrar los ojos, como si pudiera ver si hace calor afuera.
–¡Cómo se la comieron ayer!
Asentir quedadamente con la cabeza, para luego negar con ella.
–¡Te ganamos uruguayo, te ganamos!- festeja.
–No soy uruguayo.- decir al fin.
–Pero… ¿no eras de Peñarol?
–Sí, lo soy.
–¿Qué onda?
Dudar si explicarle o no. Podría explicarle que de chico era de Racing. Después, me fue indistinto. Entonces siempre cuando alguien me preguntaba de qué cuadro era y le decía Racing me empezaban a cargar o a hablar de partidos y jugadores que yo no tenía idea. Entonces un día dije que era de Peñarol. Me preguntaron si era uruguayo. Dije que no. Y se quedaron en silencio. En un hermoso silencio. Así que digo que soy de Peñarol para que no me anden molestando. Podría decírselo. Pero elegir no hacerlo. –Peñarol es una pasión que trasciende al Río de la Plata.
–¡Claro! Eras tailandés.
Repasar mis mentiras. Localizar la de Tailandia. –Sí, soy tailandés.
–Calentito los panchos, ¿no? Tailandia se quedó fuera del mundial.
–Calentitos los panchos…- repetir, sin poder creer que exista aún esa expresión- La verdad, no me preocupa.
–¿Por? No sos muy futbolero, ¿no?
–¿Yo? Por favor. Si lo voy a ver a Peñarol siempre. Los de Buquebus son casi mi familia. No, Ramiro, no. No me preocupa porque yo soy en parte serbio. Y Serbia se clasificó, papá. Se clasificó.
–¿Qué?
–¡Vamos, vamos Serbia! ¡Vamos, vamos a ganar! ¡Y los putos de Rusia, afuera se van a quedar!- cantar, con mi mano en mis genitales y mi otra mano en alto.
Y sentarme y ponerme a escuchar música y que hablen pelotudeces si soy de Serbia o Tailandia o Mendoza o si Maradona es Dios o humano o si Argentina juega mal o peor y que Messi esto y Messi lo otro. Yo voy a concentrarme en lo que vale la pena para mí, en lo que siento que hice toda mi vida: mirar por la ventana y desear estar del otro lado.

viernes, 9 de octubre de 2009

¿Por qué no actualicé en toda la semana?

LUNES

Llego veinte minutos tarde. En determinas oficinas semejante atrevimiento sería saludado con bostezos. Acá, con las miradas reprobatorias de siete personas. Siempre las mismas siete. Cinco de las cuales tienen mayor jerarquía que yo. Y, las dos restante, están a mi nivel pero de alguna manera toman a mi falta contra la empresa como algo personal.
No tarda en acercarse una de las siete. –¿Pasó algo?- me recibe mi teamleader.
Lo miro quedadamente, con los labios fruncidos y el ceño torcido. Como si no entendiera de qué habla. Pero no se apresura a contestar mi pregunta. Se queda, ahí, parado. No sé si es la persona más insoportable del universo. No sé si tiene la mayor lentitud de diálogo de la humanidad. O si en alguna escuela marcial oriental le enseñaron la virtud del silencio.
–¿Si pasó algo con…?- arriesgo, finalmente. Estoy con demasiado poco café como para someterme a una pulseada de temples.
Sus labios no se mueven. Apenas señala con su mirada al reloj. Ni una palabra. Ni un gesto, encima. Aparte de silencioso, minimalista expresivo.
Giro hacia el reloj, como confundido. Elevo mi cabeza, como si no pudiera observar bien la hora. Frunzo el ceño, como si recién estuviera reparando en la hora que es. Como si no entendiera porqué es más tarde. Todo para poder comprar algo de tiempo y poder, así, elaborar alguna excusa. En vano. Me concentré demasiado en mis caras y sus significados.
–Los subtes, vos sabés.- arriesgo entonces.
Me mira. Saca su celular. Lo mira. Qué minimalista hijo de puta.
–No había señal.- gambeteo- Se quedó entre dos estaciones y no había señal.
Asiente quedadamente con la cabeza. Y vuelve a su asiento.
Prendo la computadora, rezongando. Ramiro se me acerca. Me saluda. –Man, ¿qué te pasó?
Lo miro.
–Son nueve y veinte. Y media, casi.- insiste.
Lo miro.
–¿Sabés cuales son dos time savers?- continua- Bañarte a la noche en vez de a la mañana. Y desayunar acá en vez de en tu casa.
Lo miro.
–Con eso te ahorrarías los veinte minutos que—
–Dejame de romper las pelotas, Ramiro.
Levanta sus cejas. Arrastra su silla de nuevo hasta su asiento.
Me fijo en el mail que acaba de mandar mi teamleader con la asignación de trabajo. Por algún motivo tengo cuatro veces más de trabajo que el resto.
El odio se cierne sobre mí. También se cierne una sombra. La de mi manager.
Lo miro.
Me mira. Mira a su reloj. Vuelve a mirarme.
–Es que el subte…- empiezo.

MARTES

El gordo de Spam se para frente a mi escritorio. Y al lado de mi escritorio. Y por encima de mi escritorio. Y por debajo de mi escritorio. Y atrás de mi escritorio. Sus dimensiones son circensemente enormes.
–Me enteré de una.- dice.
Lo miro. Desde que le hice la jugarreta de Lu me estuvo esquivo. Lo cual era algo para agradecer. Esta oficina tiene muy poca luz como para tener a esta cordillera tapándome los escupitajos amarillos que despiden estas lámparas. Supongo que tenerlo cerca implica o que su resentimiento pasó o que, finalmente, elaboró una venganza.
Pero no.
No todo el mundo es alguien resentido como yo.
–¿Es cierta o…?- le pregunto, invitándolo a reconciliarnos.
Asiente con la cabeza. Al hacerlo, su cuello se pliega y repliega en incontables números de papadas. –Empiezan a controlar los horarios.- me dice, para luego sorber su gaseosa en vaso gigante de Burger King.
No podría importarme menos. –Que reverendos hijos de puta.- contesto. Supongo que le caerá bien que me indigne. No estoy con ánimos de pelearme.
Vuelve a asentir. –Sí. Y todo por el lunes que llegaste tarde.- vomita.
Lo miro. Sonríe. El turro sonríe.

MIÉRCOLES

El gordo de Spam les metió a todos en la cabeza que nos están controlando los horarios. Y que es por culpa mía. Un par se me acercan, dándome consejos para llegar antes. Uno recomienda que, si quiero robarle tiempo a la empresa, alargue los almuerzos. Nadie controla los almuerzos, me aclara. Ramiro me mira todo el tiempo, indignado. Mi teamleader se aparece cada dos por tres, preguntándome si me puede asignar más trabajo y hasta qué hora me voy a quedar, como si fuera a irme antes.

JUEVES

Llego a las once de la mañana, con cara de dormido y una taza hermética en la mano. Soy inmediatamente escoltado por mi teamleader y mi manager. Ramiro y el gordo Spam se acercan, curiosos. El senior manager me mira receloso desde su oficina. El teamproject está al teléfono pero puedo observar que ni bien corte vendrá corriendo hacia mí y ayudará a los otros a prender la hoguera. No sé dónde andan el resto de mis pseudo jefes.
Los miro con los ojos entrecerrados. Tomo un trago de la taza.
Mi manager es el primero en hablar. –Wilfredo, estás con la hora…
Se interrumpe al verme vomitar en el tacho de basura.
Todos se asquean. El gordo Spam ríe como una niña.
Los miro con los ojos aún más entrecerrados. –Perdón.- balbuceo- No me sentía bien… pero quería…
–¿Qué pasa?- dice mi senior manager, ahora sí saliendo de su oficina.
–Me quedé en cama un rato más… me vine con un té vic con bayaspirinas y…- explico, cansado. Tomo otro trago.
–¿Pero te pasa algo? ¿Qué sentís?- se interesa mi manager.
–¿Llamaste al médico?- pregunta, siempre pragmático, mi teamleader.
Vomito de nuevo.
Otra vez, la risa de niña del gordo Spam. Ramiro capturó el momento en una foto con su celular.
Me ofrecen ayuda para levantarme. –Andá, andá para tu casa.- empieza mi senior manager.
–Habrás comido algo que te hizo mal.- arriesga mi manager.
–Llamá al médico si te sentís peor.- aconseja mi teamleader.
–Dormí. Eso es lo importante.- concluye mi senior manager.
Salgo de la oficina. Vuelvo al subte. Antes de entrar en la boca del subte abro la taza hermética. El vapor con ese olor ácido trepa hasta mi nariz, dándome arcadas de nuevo. Lo descubrí en las instrucciones de un pegamento. Nada como agua tibia con mostaza para vomitar.
Buen finde largo. Largo, larguito.

viernes, 2 de octubre de 2009

Como el buen Mr. Punch

Las miradas me recorren de la misma manera que se pueden posar sobre lo deforme o lo condenado: asqueadas aunque fascinadas.
–¿Usted cómo se declara, Mr. Wilfredo Rosas?
–Inocente.
Un silencio escolta a mi voz, apenas desmenuzado por el sonido de los abanicos. Giro hacia el juez y veo a sus ojos clavados en mí, con desaprobación y hasta asco. Una gota de sudor cae desde su peluca victoriana, atravesando su rostro. Lo pongo nervioso.
–Usted es cualquier cosa menos inocente.- desestima el abogado, con su índice en alto.
Me encojo de hombros. –Bueno, después de todo… todos nacimos del pecado.- retruco.
El público estalla en rumores. El juez pide silencio, de mala gana. Supongo que no es un buen momento para aclarar que era una broma y que soy ateo. Las cacerías de brujas eran por esta época. A ver si alguien acusa oler azufre y me queman vivo por creerme la encarnación del demonio. ¿Quemaban en la época victoriana? ¿O la pena de muerte era con la guillotina? ¿La horca? Cómo se me han escapado ciertos datos… Si tan sólo pudiera yo escaparme con ellos.
–Mr. Rosas… Usted sin duda es culpable. Su habilidad con la lengua ha corrompido a señoritas, llevándolas a realizar las acciones más desvergonzadas. Tal ha sido el caso con la señorita Lucía.
Si tan sólo pudiera yo escaparme con mis olvidos. E ir por ahí, por la Inglaterra victoriana que desde su implacable moral juzga lo que he hecho, estrechando las manos de gente que en esta época está viva. Músicos, pintores, poetas. ¿De qué estupidez estoy hablando? ¡Mujeres! Con sus vestidos, con sus rostros y cuerpos de antaño. Dios, cómo amo las mujeres de tiempos pasados.

Los ojos del gordo Spam me recorren con la morosidad de quien no entiende pero quien no está demasiado apurado por comprender. Aunque hay cierto destello de impaciencia.
Le molesto. Es claro que le molesto.
El gordo de Spam es el más chismoso de los chismosos de la oficina. Lo cual es decir mucho. Los chismes son en una oficina lo que los cigarrillos son en una cárcel. Y ahora se ha enterado que salí con Lu y que la amé, lo cual no es un eufemismo sobre haber tenido sexo con ella, no, sino que realmente la amé y que ella me rechazó, contándome que es lesbiana.
Es alarmante cómo mi vida de repente se ha parecido a un guión de telenovela.
Y él, el gordo de Spam, está en su computadora pensando cómo divulgar el chisme. Es como alguien que se ha preparado un buen sándwich con un buen vaso de Coca Cola y cambia de canal, por cinco, diez, quince minutos, buscando el programa justo, el momento ideal, sin tocar siquiera el sándwich, para entonces sí dejar el control remoto y dedicarse a comer mirando algo de su agrado. Pues bien, yo soy las fetas de jamón que quedaron en la heladera, viniendo a reclamar a mis compañeras aprisionadas entre pan, queso, tomate y mayonesa. Y un pepino, tal vez.

–Usted es indudablemente culpable, Mr. Rosas.
–Una lástima: la duda es una cosa hermosa.
El público vuelve a estallar en rumores. Debería enmudecer mis pensamientos. No es prudente estar siendo juzgado por lo que hice y andar burlándome hasta de la muerte como Mr. Punch. ¡Ahí está! Los ingleses no usaban la guillotina. Ellos colgaban. Sí, me van a colgar.
–Usted sedujo a la señorita Lucía, la engañó, logró que acepte su plan macabro.- acusa el abogado.
“¡Usted será colgado hasta que muera, muera, muera!”, dijo el juez. “¿Qué? ¿Voy a morir tres veces?”, dijo Mr. Punch. Qué buena novela gráfica. Aunque me costó entenderla, confieso.
–Por momentos pienso que, mientras le hablo, usted está pensando en cualquier otra cosa.- dice el abogado.
Suspiro. –Si lo hice es porque tuve su aval.
–¿De quién?
–De Lu.
–¿Quién?
–La señorita Lucía.
El público estalla en rumores. Es inútil seguir justificándome. Ya estoy condenado. “Mr. Punch, ¿está usted muerto?”, dijo el médico. “Sí”, dijo Mr. Punch.

–¿Te puedo ayudar en algo?- apura el gordo de Spam.
–Tu mail.- le recuerdo- Te dije que abras tu mail.
–A ver…

El abogado me mira confundido. –Usted dice que ella lo avaló. ¿Por qué?
No hay manera que pueda contarles porqué. El motivo es ajeno a este tiempo victoriano, yace en el futuro. Y no puedo traer el futuro acá, a esta corte. El futuro para esta gente es Poison, por ejemplo. ¿Cómo explicarles que luego de sus refinadas artes devendría una banda como Poison? Se desmoronaría. Esta corte moral se desmoronaría. Y, aunque afrento la posibilidad de ser colgado, debo contemplar la más remota posibilidad de estrechar la mano a algún artista que tuvo el descaro de conmoverme y morir un siglo antes de mi nacimiento. O de encontrar a alguna mujer con sus vestidos y sus maneras.
El abogado frunce su ceño. –¿Piensa contestarme?
Suspiro.

El gordo de Spam abre el mail. Ve que está destinado a todos los de nuestro grupo. Lo lee. Se rasca la nuca, confundido. –Pero…- balbucea.

Tal vez si no lo citara. Tal vez si dijera que la frase es mía y no de Borges. Tal vez no estaría trayendo el futuro hacia esta corte. Pero entonces habría alterado la continuidad del tiempo y vaya a saber qué embrollo a lo Volver al futuro desataría.
El abogado me mira, impaciente, esperando a que escupa mi confesión. El juez me clava sus ojos inflados con odio y desaprobación. Y desde el público, una miríada de cuchilladas. Pero, incluso acorralado, nada debe importarme. Como el buen Mr. Punch. “¿Dónde está el bebé?”, dijo Judy. “¿Qué bebé?”, dijo Mr. Punch después de haberlo arrojado por la ventana. “Acá estaba nuestro bebé”, insistió Judy. “No, ningún bebé.”, dijo Mr. Punch.
–¿De qué otra forma se puede amenazar que no sea de muerte? Lo interesante, lo original, sería que alguien lo amenace a uno con la inmortalidad.- digo, citando a Borges sin citarlo.
El abogado se rasca la frente. –Se refiere que usted…
–Teniendo el aval de Lu… bueno… Decidí que lo mejor que podía hacer con el gordo de Spam era quitarle el sándwich y el vaso de Coca Cola y apagarle el televisor.
El público estalla en rumores. ¡No se le entiende!, señala uno ajeno a lo que dije. ¡Está hablando en un lenguaje satánico!, acompaña otro, incrementando la acusación. ¡Cortémosle la cabeza!, pide uno. No, acá en Inglaterra colgamos; no usamos la guillotina, aclara otro. Ah, recapacita el primero.

Le quité el chisme de la boca. Eso hice. El mail que mandé, aclarando lo sucedido entre Lu y yo está circulando entre todos de la oficina. La intención de tal mail, según escribimos Lu y yo, es evitar malentendidos a futuro. El chismoso se quedó sin chisme. El chisme se volvió en el chismoso. Y el chismoso se volvió en lo que siempre fue: nadie. Un rostro más, encerrado en una oficina en un día hermoso, sin ningún cigarrillo extra que lo distinga del resto.

Vuelvo hacia mi asiento. La veo a Lu. Me sonríe, cómplice. Sí, ella está de acuerdo. Alrededor mío va desmoronándose toda la corte victoriana. Quedó atrás mi juicio y mi posibilidad de encontrarme con algún artista y con alguna de esas encantadoras mujeres. Supongo que si el universo tiene 15.000.000.000 años y uno 27, de vez en cuando hay que cagarse un poco en todo. Como el buen Mr. Punch.