miércoles, 31 de octubre de 2007

Duelo.

Es raro.
Vaciar mi escritorio, digo.
Despojar al lugar donde uno estuvo sentado por tres años –casi cuatro– de cada foto, cada tarjeta de cumpleaños, apuntes de la facultad y post-its garabateados mientras esperaba en el teléfono.
Uno se descubre, ahí, en la mugre. Se encuentra sólo para dividirse entre un cajón y el tacho de la basura. Uno husmea entre la caravana de objetos que encarnaron mi vida acá, donde estuve más tiempo que con mi familia o amigos.
Es, sin dudas, un duelo.
Ahí está, mi escritorio. Un escritorio, ahora. Una anónima combinación de madera y plástico.
Agarro el cajón con mis cosas. Paz se me acerca. –Para mí que es para mejor.- apoya. Vuelve a su escritorio, termina de poner sus CDs de Paulina Rubio en un cajón y lo agarra. Viene a mi lado. –Y buéh…- me dice.
Vamos hasta el rincón de la oficina, allá, al fondo. Dejo el cajón en mi nuevo escritorio. Miro alrededor. Gutiérrez está contento con que ahora nadie puede mirar su monitor. Va a deleitarse con películas online, asegura. Pobre, todavía no sabe. Miro alrededor. Estoy rodeado de gente con la que nunca hablé. Bastantes raros, por cierto. Me siento como si fuera mi primer día de colegio en un colegio en el que vengo estudiando sin pausas por tres años –casi cuatro–.
Ordeno mis cosas en ese ingenuo afán de impregnarle mi personalidad a un escritorio con fotos y papeles. Paz se me arrima. –Che…- desliza.
–¿Sí?
Me busca la mirada. –¿Vos te juntaste con nuestro jefe?
–Me junté, sí.
Se muere por saber. Está desesperado pero busca fingir calma. En la desesperación no hay complicidad y él quiere aparentar ser confidente. –¿Y de qué hablaron?
Finalmente le cruzo la mirada. –Creeme. No querés saberlo.- y me pongo los auriculares.

lunes, 29 de octubre de 2007

En blanco y negro y pastel.

Algunas cosas no tienen grises. Se puede amar u odiar una película de David Lynch, pero no se puede salir de la misma apenas con los labios fruncidos, detenidos en la ambigüedad. De la misma manera, se puede ignorar o abominar a Pastelito. Desde mi punto de vista, Pastelito es el David Lynch del mundo laboral en relación de dependencia. El tipo empuja el límite. Incluso se podría decir que Pastelito es un vanguardista de las oficinas. Después de todo, ¿cuántos se pueden dar el lujo de llamar para avisar no cuando faltan sino cuando van a volver a trabajar?
Busco un café. No porque me guste sino porque me sirve para perder algo de tiempo. Voy a tomar un sorbo cuando me doy cuenta que tengo un ángel trepado al hombro. –Te vengás de él de vanidoso, porque él falta y vos no te animás.- me reprocha al oído.
–Puede ser, pero—
–Chst, chst, chst.- me interrumpe un demonio mientras fuma una pipa en mi otro hombro.
–Apagá eso que van a saltar los irrigadores.
–¿Se llaman así?- pregunta el ángel.
Me encojo de hombros.
–¡No hagas eso!- protesta el demonio, agarrándose de mi camisa como puede para no caerse. Una vez incorporado, vuelve a dedicarse a su pipa. –Mirá, pibe…- arranca- La naturaleza de las oficinas es observar. Y aquel que observa a la misma persona de lejos por demasiado tiempo termina por odiarla o amarla- me explica el demonio.
Voy a retrucarle cuando me doy cuenta que soy ateo. Decido ignorarlos. Tomo otro sorbo del café mientras vuelvo a mi lugar. Miro alrededor. Pastelito no está. Si se mira a la misma persona de lejos por demasiado tiempo se la puede odiar o amar, pero una opción permanece inalterable: se aprenden sus costumbres. Pastelito deja tres sobrecitos de azúcar sobre su escritorio. La ubicación de azúcar en la oficina es preciada. Siempre escasea para el mate o el café. O los elitistas que toman té. Pero, más allá de esto, hay una fuente de azúcar a la cual nadie va a pedir. La de Pastelito. Y hacia ahí voy.
Miro alrededor. Saco del bolsillo de mi camisa los tres sobrecitos de azúcar que vacié cuidadosamente en mi casa para llenarlos de sal y, entonces, volverlos a pegar sin que se note. Voy hasta el escritorio de Pastelito. Cambio los sobrecitos. Vuelvo a mi lugar.
Una sonrisa empieza a desperezarse en mi rostro cuando escucho la voz de mi jefe llamándome. Me pide que vaya a su oficina. Me siento los Pet shop boys en un recital de Metallica pero finjo no estar tan incómodo, ni amanerado. Me mira. Se rasca la nuca. Él también está incómodo. Busco amparo y consejo en mis hombros pero mi cosmovisión atea me entrega apenas dos hombros vestidos con camisa. –La cosa es así…- arranca él, aún rascándose la nuca- Los hindúes están analizando reducir costos…
–¿Costos?
Termina de rascarse la nuca. Me mira a los ojos. –Reducir personal, digo.

viernes, 26 de octubre de 2007

Love will tear us apart.

No me vengan con otra. No existe mejor canción que Love will tear us apart de Joy Division. No existe. Simplemente no existe. Estoy abierto a sugerencias, sí, pero desde ya les digo que no existe. Me han venido con ridiculeces, que tal tema de The Cure o tal otro de Queen. ¡Por favor…! Queen es pintoresco. No más. Pintoresco. No puede tener una canción inmejorable. Simplemente no puede. ¿Bohemian rapsody? No me vengan con ridiculeces, por favor. Es divertido, sí, es ingenioso, claro, pero no es tema que cuando lo escuchás cerrás los ojos y se te pone la piel de gallina. No es un tema que suena mejor de noche, como la música más sobresaliente. No te pasan cosas. Así de sencillo. No te pasan cosas con Bohemian rapdosy. Como mucho te acordás de Wayne’s world. O el tipo que la toca con sus manos nomás. Como mucho. Es pintoresco, nada más.
Ahora, Love will tear us apart es otra historia. Otra historia.
Es un tema que reluce. Reluce de noche, y de mañana, como ahora cuando estoy, solo, en mi departamento. No me sentía bien y decidí alargar el fin de semana. Y qué manera de empezarlo. Hurgué en Internet buscando todas las versiones posibles, desde la de Cien Fuegos con Mimi Maura hasta la de 10,000 Maniacs. Pero ahora suena la original, oscuramente fuerte.
Es uno de esos días en los que quiero estar solo. Pero ella me insiste por MSN. Quiere venir a cuidarme, escaparse unas cuantas horas antes. Le digo que no. Aparentemente las cosas se están complicando en el trabajo y se lo deslizo. No le importa. La verdad es que no sé si quiero verla. Pero su MSN se desconecta. Supongo que está viniendo. Ordeno por arrima. Me baño. Vuelvo a escuchar Love will tear us apart. Suena el timbre. Abro. Y ahí está nomás. Vino la recepcionista a cuidarme.

jueves, 25 de octubre de 2007

Extractos de ciudad. N° 1.

Hay un ciego, en una esquina de Buenos Aires, inundado de bocinas, de caños de escape y de segundos de conversaciones de oficinistas. El hombre, con la mirada perdida en vaya uno a saber dónde, golpea su bastón contra la vereda. –Por favor, le pido por favor… una moneda, una monedita. Por favor, le pido por favor… una moneda, una monedita.- repite.
Esa es su rutina. Estar ahí, empapado de ciudad, ignorado como si fuera una parte de un edificio que gime molestamente, y decir, una y otra vez, aquel ruego. –Por favor, le pido por favor… una moneda, una monedita.
En todas las veces que pasé a su lado no vi nadie ayudándolo. Nadie como Amelia que lo paseara haciéndole una descripción bombástica de lo que lo rodea –claro que, en este caso, debería mentirle un poco ya que una descripción bombástica de París puede enamorar a un ciego pero una del microcentro porteño puede aterrarlo hasta el asesinato–.
–Por favor, le pido por favor… una moneda, una monedita. Por favor, le pido por favor… una moneda, una monedita.- repite el hombre.
Hoy pasé a su lado. Hoy hurgué en mis bolsillos. Hoy le di una moneda. Hoy casi sigo de largo, como siempre. Hoy me di cuenta que esa era una manera elegante de despreocuparse. Hoy le pregunté si me podía quedar a su lado un rato. Hoy le saqué charla. Hoy me despedí de él cuando ya estaba llegando demasiado tarde al trabajo. Mañana, y el lunes, y el martes, y así sucesivamente, entre las bocinas, los caños de escape y las conversaciones de oficinistas que le llegan y se le escapan en segundos, Sergio va a escuchar una voz que llame su nombre y una conversación que se quede a su lado. Por un rato, al menos.

miércoles, 24 de octubre de 2007

Pastelito must die.

Hoy vino. Pastelito, digo. Hoy Pastelito se dignó a venir. Hoy vine. Con una venganza bajo el brazo. ¿Pastelito must die? No. Pastelito will die.
Abro el cajón. Reviso los ingredientes. La plasticota y las hojas. Sin sacarlas del cajón, miro a estas últimas. Sonrío. Mis conocimientos del Photoshop son básicos pero efectivos. Levanto la mirada. Golpeo mis nudillos contra mi escritorio. Tengo que esperar.
Observo alrededor. No soy el único que está aguardando. Cada cual, a su manera, quiere vengarse de Pastelito. Quizás porque es un imbécil sin alma que hace lo que uno no se anima. Tal vez porque se viste con esos colores pasteles. Probablemente, por las dos razones.
Sea como sea, el momento llega. Nuestro jefe manda a Pastelito a RRHH para que llevara el certificado. Gutiérrez aprovecha, va hasta su escritorio y le roba la bolita del mouse. Me incorporo. Paz se levanta de su silla. Le cedo el lugar. Él mira alrededor y pega con cinta scotch en el monitor de Pastelito a la foto que mandé del muñeco de Homero Simpson sodomizando a Apu. Sólo que la cara de Pastelito está recortada y pegada sobre la de Apu. Y, también, Apu ahora viste un sweater color pastel.
Paz gira. Cruzamos las miradas. Sonrío y asiento con la cabeza, como elogiándolo. Paz acepta el halago frunciendo sus labios. Vuelve hasta su escritorio, agarra una pila de hojas y empieza a repartir copias de la foto a toda la oficina. Ese hombre no puede quedarse algo con él. Una caravana de risas lo escolta. Paz, sin darse cuenta, en la emoción del momento, sintiéndose tal vez un Kennedy aplaudido, le da una copia al Brontosaurio. El Bronto se la abolla mirándolo a los ojos.
Es el momento. Pastelito must die. Pastelito will die. Me paro. Escucho el sonidito del MSN. Casi por reflejo giro hacia mi monitor. Veo la ventanita naranja latiendo e inmediatamente me siento a mí latiendo. Respiro profundo. Miro alrededor. Me siento. Le sigo la conversación mientras siento algo en mi pecho desperezándose. Miro alrededor. La veo a ella. Lo que hay en mi pecho se revuelve en mi estómago. Vuelvo mi atención al monitor. Sigo la conversación. Pastelito vuelve a su escritorio. Y yo tengo la venganza en mi cajón y la duda en mi pecho. Es injusto que, así, de la nada, la recepcionista me diga que me extraña.

martes, 23 de octubre de 2007

Terrible.

Tomo un trago del café ácido, para calentarme bajo este criminal aire acondicionado. Y para tranquilizarme. Necesito tranquilizarme. Esto excede a cualquier explicación, lógica, caradurismo y cosmovisión. Señoras y señores, Pastelito sigue sin venir.
Lo llamo. No atiende. Bloqueo el número. Tampoco atiende. Busco distenderme mirando por la ventana. Pierdo mi mirada en el cielo. El sinvergüenza debe estar tomando sol en su terraza. O tal vez encerrado en su pieza, jugando al Age of Empires. Sea como sea, Pastelito hoy es libre a su manera. Y, si algo he aprendido, es que las libertades se pagan caro.
Tomo un trago del café ácido. Miro alrededor. Toda la oficina está ideando cuán caro cobrarle la cuota. Me relajo. Yo ya estimé mi cifra.

lunes, 22 de octubre de 2007

Esto ha sido sólo el prólogo.

Que suenen las trompetas, los tambores y los pasos redoblados. Si voy a la guerra no ahorraré en caravanas ni orquestas. Que suenen las trompetas, dije. Que cuando avance palpiten los muñecos que están sobre los monitores, se caigan las fotos enchinchadas y que las botellitas de agua que se amontonan sobre los escritorios tiemblen. Que tiemblen como quiero que él tiemble.
Nadie le creyó al Brontosaurio. Gutiérrez incluso lo negó con una lógica un tanto extraña. –No podés enamorarte de alguien al que le pusiste un apodo malicioso.- dijo. Sólo espero que esa lógica no llegue a los oídos de Amazon woman. Paz, por su parte, aportó un dato al rumor. Que me vio hablando de sexo con ella por el MSN. Es cierto. Le dije que estaba haciendo eso con todas. Que quería ver cómo reaccionaban y, de paso, tal vez llevarme una a la cama. Supuse que si se le quita exclusividad y secreto a algo, no puede volverse un rumor. Paz se dio cuenta y por eso no se lo contó a nadie. Pero ahora sí, el sinvergüenza. De todas formas, el daño quedó neutralizado. Ya nadie le cree a Paz. Creo que se debe a la increíble cantidad de rumores falsos que le dije y él esparció sin detenerse a pensar si podían ser ciertos o no.
Pero, de todas formas, ahí está, dando vueltas en el aire. Un chisme sin fundamento se basa en una observación, en deseos y temores proyectados, en una posibilidad latente. Puede ser que nadie haya creído que Amazon y yo tenemos algo, pero las miradas están puestas en nosotros. Por un buen tiempo no habrá más un beso robado en la cocina. N un chocolate Jack en su escritorio. Ni un post-it con una frase dulce escondido debajo de mi teclado. Y por eso el Brontosaurio va a pagar. ¡Que suenen las trompetas, dije!
Es cuestión de esperar. Quien observa una oficina ve un engranaje mórbido. Aquel se levanta al baño. Este otro va a coquetear con ella. Ese va a la cocina. Ella va a la impresora. Ellos van a fumar. Es un ir y venir de la prisión del monitor a pequeñas libertades. Es cuestión de esperar, dije. De esperar hasta que dos libertades se sincronicen de casualidad. Es cuestión de abrir rápido el cajón. De ver que nadie me mira. De asegurarme que no va a volver en la mitad del camino. De sacar el muñeco de Apu de mi cajón. De ir hasta el escritorio del Brontosaurio. De poner a Apu esta vez sodomizando a su muñeco de Homero Simpson. Es cuestión de volver. Es cuestión de esperar. Que suenen las trompetas, dije. Esto ha sido sólo el prólogo.

viernes, 19 de octubre de 2007

Personita desesperada.

En algún lugar de nuestro inconciente hay una personita desesperada. Esta personita tiene la necesidad de individualizar experiencias y objetos con palabras. Para ella, nombrar es delimitar. Esto la tranquiliza, ya que acarrea cierto dominio. Para esta personita, llamar “piedra” a la piedra la vuelve, de alguna manera, parte suya. Hemos forzado nuestras cuerdas vocales durante miles de años hasta poder concebir palabras no por una necesidad de comunicarse, sino por el temor a lo innombrable, a lo inalterable, a lo impenetrable.
Esta personita desesperada aparentemente se puso de pie en el inconciente de Amazon woman. –Estoy algo cansada de tener que esconderme así.- me dice, atrás de la máquina de gaseosas que está en el camino a la cocina.
La miro. Es como una jirafa buscando esconderse detrás de un triciclo. Asiento con la cabeza. –Sí, tuvo su emoción por un tiempo pero—
–Pero te quiero besar sin esconderme.- interrumpe.
Levanto la mirada hasta llegar a sus ojos. La panorámica me lleva una media hora. Finalmente, al borde de un calambre en los ojos, cruzo la mirada con ella. Sonreímos. Unos pasos con taco alto, desprolijos y apresurados, vienen hacia la cocina. Amazon woman me tira un beso y vuelve a su escritorio. Me tomo un tiempo antes de hacer lo mismo. Me siento. Me desperezo. Abro el mail anónimo que me creé. Mando desde ahí otra foto de las que saqué con el muñeco de Homero Simpson del Brontosaurio. En esta, Homero está en el fondo de mi pecera. El título de la foto es “Lo que mata es la humedad.” Sutil referencia a la increíble cantidad de sudor que emana del interminable cuerpo del Brontosaurio. Ni bien clickeo para mandarlo, me paro y voy a la cocina. Como para no estar en mi computadora en el momento en el que todos empiecen a recibirlo. Desde la cocina escucho las risas. Espero un minuto o dos. Vuelvo. Una ventanita naranja titila en la barra de herramientas. Me sueno el cuello. No esperaba ver ese nombre ahí. Es el Brontosaurio.

Guevara, Juan [09:54 AM]:
se q sos vos el de las fotos
Rosas, Wilfredo [09:54 AM]:
¿?
Guevara, Juan [09:55 AM]:
si no la cortas cuento a todos lo de vos y amazon
Rosas, Wilfredo [09:55 AM]:
¿?
Guevara, Juan [09:55 AM]:
lo q leiste

Cierra la ventanita. Hago lo mismo. Me paso la mano por el pelo hasta terminar rascando mi nuca. Me sueno el cuello. Abro el mail anónimo. Mando otra foto.

miércoles, 17 de octubre de 2007

Esperar y observar.

Diego, el de seguridad, un cordobés que supo venirse a vivir de Sudáfrica a Barracas –cosas de la globalización–, no lo puede creer. Vine a trabajar tres horas antes. Hoy tengo que irme antes por lo cual cambié horas de sueño por horas de libertad. Curioso, debieran ser lo mismo.
Vine a trabajar entre una galería de porteros baldeando veredas y persianas de negocios cerradas. La ciudad está desierta. La oficina, también. Estas palabras hundiéndose en las teclas es el único sonido que me rodea. Pongo alguna que otra canción de Sparklehorse. Fuerte. Bien fuerte. Me paro. Miro alrededor. Decido aprovechar la ocasión.
Voy hasta el escritorio de Amazon woman. Le dejo el chocolate Jack que a ella tanto le gusta al lado de su teclado. Miro alrededor. Tengo que sembrar alguna venganza, ahora, que nadie me mira. Pero no sé cómo. Me siento un diabético en la fábrica de Willy Wonka. Frunzo el ceño. Creo que la víspera del amor me está nublando la maldad. Diego, el de seguridad, me viene a buscar charla. Le comento mi ofuscación.
–Con el Bronto no te metas.- me aconseja. Lo miro extrañado. Él me ceba un mate y me explica. –La gente habla mientras espera al ascensor como si yo no existiera.
Acepto su explicación a medias. Ya encontraré una manera de meterme con él. Tomo el mate, tranquilo. El sol me pega en la cara a través de la ventana. A veces, no es necesario cosechar maldades. Basta disfrutar que estoy tomando mate, hojeando la nueva Fierro, tranquilo, sin ningún sonido, sin la voz de nadie que detesto ni las canciones de Paulina Rubio que se filtran a través de los auriculares de Paz.
Le pido a Diego las llaves. El cordobés no me hace ni una pregunta. Voy hasta un escritorio. Agarro lo que necesito. Voy hasta otro escritorio. Hago lo mismo. Vuelvo al primero. Termino y vuelvo acá. Diego se ríe y me ceba otro mate.
Será interesante ver cuánto tarda Paz en descubrir que dentro de todas las cajitas de sus CDs de Paulina Rubio hay CDs de Motorhead. No pienso decirle nada al respecto. Y dudo que él conozca a Hernán, a quien tampoco pienso decirle nada al respecto. Porque también será interesante ver cuánto tarda Hernán en darse cuenta que dentro de las cajitas de sus CDs de Motorhead hay CDs de Paulina Rubio. Y no sólo eso, sino un post-it denunciando que mira pornografía en el trabajo. Calculo que será cuestión de esperar y observar.

martes, 16 de octubre de 2007

Amazon woman, stay close to me…

Nos juntamos a escondidas en la cocina. Bueno, no sé cuán a escondidas pueda ser teniendo en cuenta que Amazon woman mide cuatro metros. Nos damos un beso amparados por la máquina de café, escuchando si viene alguien hacia la cocina. Siento un temblor titánico. Nuestros labios se separan. Nos miramos a los ojos. –El Bronto.- apenas murmura ella. Inmediatamente centro mi atención en revolver mi café ácido. Ella finge interés en la planilla con los cumpleaños de la oficina.
El Brontosaurio pasa. Me mira. Niega con la cabeza. Sigue de largo. Tenemos que seguir disimulando, de todas formas. Y por algún motivo, por un estratega en huelga dentro de mi cerebro, me pongo a cantar una canción. –Amazon woman, stay away from me… Amazon woman, mama let me be…- y, dándome cuenta que es algo que cantaba antes, burlándome de ella, me detengo. Los mecanismos de nuestra mente son sorprendentes. Lo cual es una manera elegante de decir que nuestra estupidez a veces es sorprendente. Lo cual es una manera cobarde de decir que mi estupidez es sorprendente, y no a veces nomás.
Ella me mira, al borde de una sonrisa. –Es American woman.
–¿Eh?
–No Amazon woman, sino American woman.- corrige, ya sonriendo.
–Ah, no… yo, eh…- balbuceo.
Ella mira hacia la cocina. El Brontosaurio no nos presta atención. Amazon me tira un besito y vuelve a su escritorio. Tomo un trago de mi café mientras la veo irse. –Las boludeces que hacemos en soledad tarde o temprano salen a luz.- me digo. Pronto unos pasos titánicos interrumpen mi pensamiento. El Brontosaurio sale de la cocina. Me mira. Niega con la cabeza.

lunes, 15 de octubre de 2007

Maquillando rutinas.

Lo de siempre. Al menos, mi siempre. Porque la ciudad que ostenta su burdo cemento me dice, sin la cortesía del pudor, que siempre soy yo el boludo que viene a trabajar un feriado. Que mis amigos están ahora con sus pies en la laguna de Lobos y yo estoy con mis dedos en el rústico plástico del teclado. Me invade un sentimiento de frustración de mi pasado: cuando tenía que ir los sábados a la mañana a las clases de gimnasia del colegio. Me posee la angustia de sentir que vine a trabajar un domingo.
Suelo tomarme mis libertades. Compro una docena de facturas, llego tarde y suelo trabajar menos que de costumbre. Son pequeñeces con las cuales trato de transformar este domingo a la fuerza por domingo a elección. Pero toda rutina tiene su quiebre, incluso cuando esta rutina esté a trasmano del mundo, como en mi caso.
Resumamos. Vine con ánimos de domingo: escuchar música en mi mp3 y jugar jueguitos online –los últimos bastiones de la resistencia en la oficina–. No vine con ánimos para venganzas, protestas, post-it amenazadores ni mucho menos. Pero Pastelito puede volver un domingo en un día de furia. No vino. Cualquiera puede no venir. Pero no Pastelito. No después de haber faltado tres meses por esa excusa de gripe. Una sospecha me recorre la piel. Busco la hoja que tiempo atrás nos dio el teamleader. Esa en la que están nuestros números de teléfono por cualquier emergencia. Yo di uno falso. Pero dudo que Pastelito tenga esa maldad. Lo llamo. No atiende nadie. Cuelgo. O tiene identificador de llamada o no está. Prendo mi mp3. Pretendo olvidarme. Suena Death cab for cutie y por un momento logro despejarme. Pero Paz, el sinvergüenza de Paz, me habla por el IR Communicator. Me comenta que Pastelito no viene. Le dije que sabía, que había escuchado que se tomó el día aunque igual se lo pagaban. Paz no cuestiona. Reproduce. A veces creo que la gente necesita algo de qué hablar, lo que sea, con tal de ocultar el silencio que le es propio. El Brontosaurio no tarda en contactarme.
–Tenemos que hacer algo.- me dice para tomar un trago de Coca Cola- No lo soporto.
Lo miro. Es lógico. Después de todo, con el incidente del muñeco logré enfrentarlos. –El problema es cómo vengarse de él. Le dije a Paz que—
–Con Paz no hablo.- interrumpió- Me comentó que vos le contaste.
Sonrío. –Claro… Quiere hacer el papel de bueno con vos desde la foto.
–Exacto.
Entrecierro los ojos. –¿Pastelito y Paz estarán…?
–¿Unidos en esto?- completa él- Pensé eso. No sé.- me dice para tomar un trago de Coca Cola.
Le muestro la hoja con los teléfonos. –Lo llamé pero no atiende nadie.
–Hijo de puta.
–Hijo de puta.- repito, asintiendo lentamente con la cabeza- Para mí que tiene identificador de llamada. Si es así, sólo hay una cosa por hacer.
El Brontosaurio da un paso hacia mí. Me siento como Mahoma. Cuando la montaña va hacia él, obviamente. –¿Qué?
–Llamarlo desde un locutorio así no reconoce el número.El Brontosaurio agarra la hoja y sale del piso. La oficina tiembla con cada paso que da. Mis pasos son más sutiles. Buscan esconderse, además. Voy hasta la computadora del Brontosaurio. Me meto en mi mail. Bajo la foto del muñeco de Homero Simpson sodomizando a Apu. Se la pongo de fondo de pantalla. Cierro la sesión del mail. Me levanto. Voy a mi computadora. Me pongo los auriculares. Vuelvo a la canción de Death cab for cutie. Miro por la ventana, a la ciudad desnuda. Lindo domingo.

viernes, 12 de octubre de 2007

Querían guerra y la van a tener

Hoy vine de muy buen humor. El día empezó con todos los ingredientes que considero necesarios para que un hombre simple como yo sea feliz. Dormí lo suficiente. Es más, le robé unos minutos al despertador. Tuve una buena ducha. Viajé cómodo en el subte. Es más, viajé divertido. Me paré entre dos vagones, con un pie en cada uno. Era como estar en una especie de pequeña montaña rusa. Sí, es estúpido, lo sé. Pero cuando uno se siente feliz puede darse el lujo de ser estúpido. Y yo estaba más que contento. Me había preparado un CD con la música que estuve bajando el último mes. A la noche salgo con los chicos de acá que renunciaron y después voy al cine con Amazon woman. Estaba feliz. Es más, estaba ansioso por venir a trabajar. Me iba a pasar la mitad del día escuchando chismes sobre Pastelito y la extraña aparición del muñeco de Homero Simpson y la otra mitad escuchando la música que me grabé. Convenía pasar un tiempo discreto, de todas formas, después del escándalo con la torta. Eso me hacía feliz. Ni siquiera, en la calle, la gente con paraguas –mis enemigos por poética– me podían perturbar. Y de esta manera entré al edificio de mis miserias con una sonrisa. Lo saludé a Diego, el de seguridad, e ingresé al piso. Fue entonces cuando los vi.
Fui caminando hasta ellos con un paso lento. –Hola…- dije, en un tono algo seco.
–¿Qué tal, muchachón?- me respondió el de IT- Ya estamos por terminar.
Dejé mi CD sobre el escritorio. –¿Terminar qué?
Me mira, como confundido. –¿No leíste el mail?- me pregunta mientras ajusta no sé qué tornillo de mi computadora desarmada. Tengo una política. Si recibo un mail en la casilla de la empresa que no va dirigido directamente a mí, no lo leo. Así que fruncí los labios y negué con la cabeza. El de IT clickea algo en una pantalla que nunca antes había visto en mi vida y empieza a armar la computadora de nuevo. –El mail.- repite- De la migración.
Por un momento pienso hacer un chiste al respecto pero veo que saca el CD que estaba adentro y me lo da. Frunzo el ceño. –Esto es tuyo, muchachón.- me dice.
Le quiero preguntar por qué me da un CD que es mío. En cambio, le pregunto sobre la migración. Él junta sus cosas. –Es una política de la empresa, muchachón. No se puede hacer uso del floppy ni del CD. Están deshabilitados.- me dice, para saludarme e irse. Me siento. Esto no puede ser. Es injusto, es absurdo, es ridículo. Como si me castraran sin siquiera pedirme permiso. Es ridículo. Respiro profundamente. Miro el CD que con tanta alegría había grabado. De a poco, esa ingenuidad de haber viajado con un pie en cada vagón, sintiéndome un domador subterráneo, se va esfumando. De a poco, las 18hs no es la hora a la que me voy a ir. Sino el plazo que tengo para vengarme. De a poco el asesinato se despereza entre mis costillas. Convenía pasar un tiempo discreto desde el escándalo de la torta. Pero si quieren guerra la van a tener, entre post-its, mails y demás artículos de oficina.
Golpeo mis pulgares contra la base del teclado. Mi cerebro estruja ideas y posibilidades. La opción me llega inesperada. Reviso las cuarenta fotos que saqué, buscando una en particular. –Suerte que saqué de más.- me digo. Quería usarlas todas juntas después, como en Amelie. Pero el contexto me gritó que usara una, una en particular, ahora.
Creo una casilla de mail anómina. Escribo una oración y mando la foto a la casilla de la recepcionista. Voy a reenviarla a todo el piso desde la casilla de ella pero me freno. Lo miro a Paz. Estuvo demasiado preocupado el último tiempo con el escándalo de Paulina Rubio. Lo que una persona feliz como yo quiere es hacer a otros felices. Voy hasta su escritorio.
Le busco charla. Le digo que estoy cansado de responder los mails de la recepcionista, que no paran de llegar. Él me dice lo mismo. Abre la casilla para contar con indignación la cantidad que ella recibió en esta semana. Ve el nuevo que mandé. Estalla en carcajadas. Finjo hacer lo mismo. Me mira, con maldad. –Eso lo reenvío a todos.- me dice. Copia la foto a su disco rígido. El imbécil lo va a hacer desde su mail. Quiere recibir crédito por haber reenviado ese mail. No se da cuenta que le conviene el anonimato. Voy a detenerlo. Pero me freno. Lo que una persona feliz como yo quiere es hacer a otros felices. Lo dejo.
Me siento en mi computadora. Escucho la cascada de risas. Miro el mail. Ahí está la foto que mandé, con esa oración que se me ocurrió hace un rato. Se lee “Homero protesta por las políticas de la empresa” y abajo está la foto del muñeco de Homero Simpson sodomizando a un muñequito mío de Apu. El Brontosaurio se para al borde de un grito. Paz lo mira y entonces se da cuenta.

miércoles, 10 de octubre de 2007

Crimen sin castigo.

Nuestro jefe nos mira. A los quince que reemplazamos a la recepcionista, apiñados todos en su oficina. Nos mira y niega con la cabeza, con desprecio. Pero lo sé. Todos nos damos cuenta. Nuestro jefe contiene la sonrisa. Esto lo sobrepasó. Nos tiene que castigar de alguna manera pero esto lo sobrepasó.

El pedido vino prepotente de parte de mi teamleader. Los quince debíamos encargarnos del festejo de hoy. Aparentemente, la empresa hoy cumple seis meses con los hindúes acá. Nos lo informaron hace menos tiempo, pero las cosas suelen ser así. Mi teamleader nos enumeró las tareas. Que debíamos repartirnos para comprar la torta con el logo de la nueva empresa, gaseosas, vasos de plástico y demás giladas. Yo agaché la cabeza y me froté las manos.

No deja de mirarnos. –¿Quién fue?- empieza nuestro jefe. Los quince nos encogemos de hombros en su oficina. Él se pasa la mano por la cabeza. –Si no me dicen quién fue los rajo. A los quince.- amenaza. Es imposible. Sé que es imposible. Por eso lo hice.

Como nadie quería encargarse de las tareas del festejo, nos las tratamos de sacar de encima. Nadie comentaba con nadie. Teníamos un monto estipulado para gastar y eso era todo. Chequeábamos los mails que habíamos mandado a través de la casilla de la recepcionista. Si alguien no había mandado el pedido de las gaseosas, entonces otro lo hacía. Como en un trabajo grupal. Mejor dicho, como en una comunidad sin individualidades ni personalidad. ¿Eso es lo que quieren? Eso es lo que tendrán. Me apuré en mandar el mail del pedido de la torta con el logo a una pastelería. Adjunté el logo y el pedido. Me apuré también en borrar el mail de repuesta diciéndome que la dirección a la cual lo había mandado era incorrecta.

–Esto es inaceptable.- nos dice nuestro jefe. Inaceptable, me repito. Inaceptable es que repartan el trabajo de una persona para ahorrarse un sueldo. Inaceptable es que no nos valoren. Que nos muestren, con total pudor, que en esta empresa no valemos, que somos sólo una extensión de estos escritorios grises. ¿Eso es lo que quieren? Bueno, ahí lo tienen nomás. Nadie recuerda qué pedido para el festejo hizo. Nadie recuerda quién pidió la torta. Somos máquinas. Somos grupo. No somos individuo. Ahí lo tienen. No pueden culpar a nadie. La recepcionista, al fin, tuvo su venganza. Después de todo, fue desde su mail. Corporativamente es ella la responsable.

Le pedí a mi primo que viniera hoy al edificio como si fuera el delivery de la torta. Bajó Paz. Le pagó y subió la torta. No era nada sospechoso ni extravagante. Una torta de chocolate bastante grande con el logo de la empresa arriba. Mi primo después me daría la plata, me dijo por un mensajito de texto. También me dijo que Paz le resultó medio imbécil. Con el dinero no llegué a cubrir lo que gasté haciéndola pero, bueno, pocas veces estuve tan contento de ir a pérdida con algo.

–Esto es más que inaceptable.- repite nuestro jefe. Está acorralado y lo sabe. Y lo sé. No puede hacer nada más que reprocharnos. Esto es crimen sin castigo. Se pasa la mano por el pelo. Intenta relajarse. Afuera de su oficina toda la empresa murmura. Miro a través de su persiana americana. Sin vanagloriarme, pero me siento como un rey pispeando su reino. No son ellos mi reino. No. Me suicidaría si así fuera. Mi reino son los rumores y mentiras que pasan de boca en boca.

Todo empezó hace un rato, con un brindis ridículo con vasos de plástico bajo las mórbidas luces de la oficina. Los hindúes dieron un discurso. Nuestro jefe hizo lo mismo. Los glotones se amontonaron alrededor de mi torta. Mi teamleader tuvo el honor de cortarla. A las pocas porciones se le trabó el cuchillo. No le saqué los ojos de encima. Él, nervioso, intentó por otro lado. Pero al rato le pasó lo mismo. Raspó con el cuchillo. Había algo amarillo adentro. Sólido. Mi jefe se le acercó, intentando salvar la escena frente a los hindúes. Intentó servir por otro costado pero se encontró con la misma dificultad. Con esa habilidad propia de los gatos y los políticos, dijo que era una torta con una sorpresa, pedida especialmente para la ocasión, y le cedió el honor de develar la sorpresa a los hindúes. Se le acercó a nuestro teamleader. –¿Vos pediste una torta con sorpresa, no es cierto?- escuché que le susurraba. Mi teamleader negó con la cabeza. Mi jefe empalideció. Aunque el blanco de su rostro es incomparable cuando, apenas segundos después, los hindúes sacaron de adentro de la torta el muñeco de Homero Simpson del Brontosaurio. La oficina estalló en risas. –Tiene algo escrito en la panza.- dijeron los hindúes, confundidos pero sonrientes pensando que se trataba de un halago local, una tradición que escapaba a su entendimiento. Rasparon el chocolate. Todas las cabezas de la oficina giraron hacia la misma persona. En la panza estaba escrito “Pastelito.”

lunes, 8 de octubre de 2007

Esto va a ser genial.

Lo miro. Acomoda unos papeles en su escritorio y mira alrededor, con la expresión de una estatua perdida en la mitad del desierto, enterrada a medias por la arena. Con esa misma actitud indistinta, ridícula, cubierta su mármol caradura por el ignoro que sufre en esta oficina, está Pastelito. Acomoda unos papeles. Descubre su tarjeta de cumpleaños. Sonríe. La tira al tacho de la basura.
El sinvergüenza.
Estaba esperando un momento más oportuno. Pero decido adelantar la venganza. Busco una orden que Pastelito haya trabajado y redacto una serie de mails, escalando un aparente error en la misma. Un cliente fuera de servicio. Y todos, los peces más gordos de esta empresa, los nombres lo suficientemente conocidos como para nunca querer verlos en mail que hable sobre nosotros, todos ellos, individualizando un error que hizo Pastelito. Finalmente, desde el mail de la recepcionista le reenvío la cadena de mails a Pastelito.
Me paro y voy a hablar con Gutiérrez. La conversación es agónica. No sé de qué hablarle. Casi se me escapa que en el fin de semana me vi con Amazon woman. Pero la angustia discursiva vale la pena. Pastelito empalidece. Abre cincuenta programas a la vez. Revisa todo. Relee el mail. Imprime el mail y lo clava con una chinche sobre una de las paredes de su escritorio. Mira a la orden y mira al mail. Se agarra la cabeza.
Es el momento. Lo dejo a Gutiérrez. Vuelvo a mi computadora. A través del usuario de la recepcionista entro en la orden de Pastelito. Me meto en los comentarios de la misma. Tipeo “Lerolero… ¡Cómo te la creíste, Pastelún!”
Me paro. Voy hasta lo de Paz. Se saca los auriculares que vomitan una canción de Paulina Rubio. Este muchacho tiene severos problemas. Pero no necesito hablar para espiarlo a Pastelito. Sólo necesito fingir que lo escucho. Paz me cuenta sobre el embrollo del muñeco robado de Homero Simpson. Que el Brontosaurio no deja de recibir post-it anónimos sobre el asunto. Que está a punto de un ataque de nervios. Y entonces lo veo. A Pastelito. Abre los comentarios de nuevo. Lee mi comentario. Se rasca la nuca. Lo vuelve a leer. Mira alrededor. Se rasca la nuca. De vuelta, esa expresión de una estatua enterrada en el desierto. Sus músculos faciales se pelean para exhibir desconsuelo, abandono e impotencia. Pero sólo logran mostrar una expresión estúpida. La cara de Pastelito. Se para. Va hasta lo de mi jefe.
Lo dejo a Paz hablando sobre el muñeco de Homero Simpson que está en el fondo de mi pecera. Me siento, reconfortado en el anonimato de mi venganza. Viene mi teamleader. Me dice que la empresa hindú cumple acá no sé cuánto tiempo y que entre los que reemplazamos a la recepcionista nos tenemos que encargar de los preparativos del festejo. Asiento con la cabeza. Espero que se vaya antes de permitirme sonreír.

viernes, 5 de octubre de 2007

Cosechando en silencio.

Tuve que cambiar mi rutina para venir al trabajo. Peor no importa. Me lo traté de tomar con calma.
Llegué una hora tarde. Una hora y siete minutos, especificó mi teamleader. –¿Qué clase de ejemplo le estás dando a los hindúes?- me critica.
Lo miro. –No conozco su cultura. Quizá la impuntualidad allá es respetada.- acoto.
Él no ríe. Ni siquiera sonríe. En cambio, anota algo en su libreta. Siempre hace lo mismo. Como si hiciera algo con eso. Estoy seguro que, cuando nadie lo mira, tira esas hojas. Es más, me propongo demostrarlo en el futuro. Pero hoy llegué tarde y tengo que ponerme al tanto. No con el trabajo, no. Con lo que he venido cosechando en silencio.
Paz se saca los auriculares cuando ve que nuestro teamleader se retira. –¿Te enteraste?- empieza Paz. El bueno y rumorístico Paz. Su vida en esta oficina depende de las vidas ajenas. –Van a hacer una auditoria de las cámaras de vigilancia.
Odio ser el que genera los rumores y el último en enterarse. Pero, de todas formas, finjo sorpresa. –¿Por?
Paz se arrima. –Aparentemente, nuestro jefe se quedó acá en el simulacro de incendio. Diego, el de seguridad, lo acusa de—
–La desaparición del muñeco de Homero Simpson. Sí, lo sé. El Brontosaurio se la pasó hablando de eso.
Paz niega con la cabeza. –En estas semanas desaparecieron tickets restaurant y un mp3.
Eso sí que no lo sabía. –No creo que haya sido él quien—
–Por algún motivo no quiere que se revisen las filmaciones junto con los de seguridad y nuestro senior manager, como debe ser.- interrumpe Paz. Asiente con la cabeza, con el ceño fruncido, como quien está frente a un misterio. Vuelve a su asiento. Se pone los auriculares y tararea desprolijamente un tema de Paulina Rubio.
Miro a la cámara. Agarro un post-it. Escribo. Escribo con la zurda, por las dudas. La letra queda irreconocible. Me paro. No está en su escritorio. Voy hasta allá, con una botellita de agua vacía en una mano y el post-it en la otra. Levanto la botella y la agito en el aire, como para evidenciar que estoy yendo a la cocina a llenarla. Miro alrededor. No hay nadie. Dejo el post-it sobre el escritorio del Brontosaurio. Sigo de largo.
Cuando vuelvo de la cocina, un murmullo se entremezcla con el sonido de los teclados. Me siento. Paz se me acerca. –¿Viste?- empieza. Niego con la cabeza, aunque sé lo que me va a decir. Se me acerca. –Alguien puso un post-it en el escritorio del Brontosaurio.
–¿Y?
–El post-it decía que alguien de esta empresa tenía su muñeco. Y que no se preocupe, que pronto se lo iba a devolver.
Sonrío. –No te lo puede creer.- digo. Tomo un sorbo de mi botellita de agua. Me desperezo. Miro por la ventana. Es viernes. Supongo que voy a disfrutar del fin de semana, con el regocijo de aquel que estuvo calladamente esparciendo kerosén y ahora todo depende de cuándo se le antoje prender un fósforo.

miércoles, 3 de octubre de 2007

Finalmente

Lo veo a Diego, el de seguridad, venir hacia mí. Directamente hacia mí. Supongo que o tengo una entrega esperándome en planta baja o viene a preguntarme. Al fin, después de una semana. No puedo creer que haya tardado tanto.
–Wilfredito…- me dice. Le encanta llamarme así.
Lo miro. –Dieguito.- le contesto- ¿Qué hacés por acá? ¿Me vas a cachear?
Sonríe. –Te gustaría, ¿eh? Pero no. Necesito hacerte una pregunta.
Frunzo los labios, para denotar confusión. Giro hacia él, dándole la espalda a mi monitor, para expresar interés. Levanto las cejas, para invitarlo a un diálogo. Me rasco la nuca, para rascarme, ya que me pica. –Sí, decime.
–Me contaron que sos el brigadista—
–Del piso, sí.- interrumpo- ¿Vos también me venís a joder por eso?
–No.- apenas dice. Tiene un chiste escondido tras sus labios, me doy cuenta, pero por algún motivo finge seriedad. Tal vez porque se acerca la pregunta. –Quería saber- continúa él, con un tono resignado- si cuando bajaste en el simulacro de casualidad viste el muñeco de Homero Simpson en el escritorio de—
–Del Brontosaurio.- interrumpo.
Él frunce los labios. Lo llama por su nombre real. Creo que para darle más seriedad a todo esto. –Entonces lo viste.
–Creo. La verdad, no estoy muy seguro. Pero me parece que sí. ¿Por?
Se suena el cuello. –Mirá, entre vos y yo, es un muñeco y nada más. Él dice que vale no sé cuánto. La cuestión es que no deja de insistir. Dice que hay hurtos en la oficina. Hurtos, sí, lo dice con esa palabra. Y me está volviendo loco.
–Ese tipo puede volver loco a cualquiera.
Asiente con la cabeza. –Entonces fuiste vos el último que viste al muñeco.
Finalmente. –Bueno…- digo, fingiendo cierta duda- El último en el piso fue nuestro jefe.
Adopta una expresión seria. Esta vez me doy vuenta que no es actuada. –No podía quedar nadie acá.
Me encogí de hombros. –Se lo dije.
Anota algo en su libreta. Presiona fuertemente sus mandíbulas. El hunt de la recepcionista suena en mi escritorio. –Atendé.- me dice y va hasta la oficina de nuestro jefe. Miro al hunt. Me pongo los auriculares para escuchar algo de Pearl Jam y empiezo una nueva partida del solitario.

lunes, 1 de octubre de 2007

Lunes angustiante

Hubo dos entrevistas para reemplazar a la recepcionista y se suspendió la búsqueda. Los avisos se retiraron del diario y cesaron los mails de RRHH que pedían recomendadas.
Todo porque los hindúes quisieron probar algo. Y mi jefe, gustoso, les concedió la oportunidad. Por más que sea ineficaz laboralmente. Y por más que sea injusta, angustiante y destrozadora moralmente.
A los hindúes se les ocurrió, para ahorrarse un sueldo, distribuir las responsabilidades de la recepcionista entre varios de nosotros.
Pusieron un hunt para que nos turnemos en atender las llamadas entrantes y una cuenta de mail única a la que accedemos para responder los mails laborales que ella recibía. Además, a regañadientes, nos vemos obligados a cumplir una serie de obligaciones, como la de ser el cadete de nuestro jefe y conseguir y distribuir artículos de oficina. A propósito, es sorprendente la cantidad de clips para papeles que pide Gutiérrez. Lo estuve observando estos días y nunca lo vi usar uno. Al menos, no en el trabajo.
Todos nos rehusamos a desempeñar estas tareas. En especial, atender las llamadas del hunt.
Por ahí es porque no queremos que nos den trabajo extra. Quizás es porque lo vemos como tacañerismo de unos hindúes que vienen de sus lujosos lofts a trabajar en autos último modelo. O tal vez es porque, en el fondo, necesitamos creer que nosotros, ya idos, vamos a ser reemplazados. Que cuando las pocas encarnaciones de personalidad que podemos traer acá –fotos, calcomanías, dibujos y algún que otro muñequito– sean arrancadas no quedará únicamente el gris de los escritorios. Que aquel dibujito de un elefante con galera que hice en la puerta del baño no será borrado. Que la angustia de vernos atragantados con esta rutina, enfrentados con nuestra pequeñez, no será en vano. Que lo único que va a perdurar no es esta empresa absurda. Tan fácilmente desmontable, por cierto. Que las jodas que nos hacemos a diario, que nuestras proezas y miserias serán comentadas al lado de la máquina del café cuando ya nos hayamos ido. Que, simplemente, no vamos a desaparecer. Quiero creer eso. Lo necesito creer. Pero el teléfono del hunt suena y tengo que atender.