miércoles, 30 de mayo de 2007

Otro cachetazo

–Vienen cambios.- dice nuestro teamleader en tono profético.
Hace una semana casi vendieron la empresa a unos hindúes, y nada.
Se corren rumores de despidos, de cambios de programas, de restricciones para ir al baño. Prefiero no escucharlos. No para no angustiarme, sino porque provienen de Paz y Gutiérrez y comienzo a volverme alérgico a sus voces.
Mando otro CV sabiendo que nunca me van a responder.
En ese preciso instante me llama mi teamleader. Yo estaba entretenido jugando al solitario. Lo miro. Deseo quebrarle el cráneo con aquel matafuego pero lo sigo.
Nos reunimos en una sala y me dice que la empresa decidió premiarme por mi dedicación. Reprimo la carcajada. –¿Cuál es el premio?- apuro para ahorrarme su discurso.
Él me da, orgulloso, una remera con el logo de la compañía. Deseo ahorcarlo con ella, gritándole que no me interesa, que es una estupidez intentar motivar a alguien con eso, gritarle que estoy cansado de lo pedante que es, de lo imbécil que es, y hasta gritarle que es injusto que mueran vacas, pollos y peces para alimentar a una vida tan anémica como la suya. Pero le agradezco y pienso en usarla de trapo para el balcón.
Me iba a parar cuando me frena. –Eso no es todo.- advierte- Te ganaste una cena.
–Al fin algo como la gente.- se me escapa.
–Con nuestro jefe.- amplía- Este viernes.
La maldición que pesa sobre mí en esta oficina vuelve a darme otro cachetazo.

viernes, 25 de mayo de 2007

Peculiaridades de la globalización

Sí, es feriado y trabajo.
Peculiaridades de la globalización.
El lunes, en cambio, por ser feriado norteamericano, no vendré. Y no escribiré. Será hasta el miércoles.
Pero por el momento miro por la ventana y veo a la ciudad desnuda de oficinistas. Casi detenida. Los edificios, despojados de su funcionalidad, evidencian sus burdas arquitecturas. Bostezo y vuelvo a fingir que trabajo.
De repente, un rumor. No le presto atención y me pongo los auriculares. Me fijo de reojo que nadie esté mirando mi monitor y juego al solitario. Muy apropiado.
Mi teamleader viene a llamarnos. Me saco los auriculares. El rumor creció.
Bajamos todos en los ascensores, con la demora y las charlas anémicas que eso significa. Están todos inquietos. Busco a la recepcionista. Cruzamos la mirada. Intento descifrar qué hay en sus ojos cuando el imbécil de Paz se me para al lado y me saca conversación.
Bajamos. Unos micros esperan en la calle desierta. Nos subimos y, por más que intenté impedirlo, Paz se me sienta al lado. La recepcionista, sola.
Llegamos al Sheraton de Retiro. No puedo estar más confundido pero sólo la busco a ella. Paz no deja de seguirme, hablándome sobre todo lo que significa esto.
–¿Lo que significa qué…?- pregunto, fastidiado.
Paz se ríe. Quisiera estrangularlo pero lo dejo hablar. Demasiados testigos cerca. –¿No te enteraste?- me dice- No puede ser que no te hayas enterado.
Pasa un colectivo por la calle y me debato si es anatómicamente posible sodomizarlo con el mismo. –No. No me enteré.- afirmo mientras entramos en el hotel y nos conducen a una sala.
Paz vuelve a reírse. Llama a Gutiérrez. –Este no se enteró.- le comenta. Gutiérrez se ríe también. Qusiera crear una máquina del tiempo y volver para castrar al Eslabón Perdido pero los dejo hablar.
–¿De qué no me enteré?
Paz se me acerca, como quien va a revelar un secreto. Se acomoda la corbata y me mira con esos ojos sin alma. –Vendieron la empresa.
En ese momento, tres hombres con turbantes entran a la sala y se sientan cerca del micrófono. El presidente de la compañía comienza a hablar. –Seguramente ya se habrán enterado…- arroja. Yo, giro hacia la recepcionista.

miércoles, 23 de mayo de 2007

Una de dos

–Hola.- me dice la recepcionista mientras voy caminando hacia ella.
El corazón late. El estómago se retuerce. Y el páncreas protesta por su escasa participación en el amor. –Hola.- repito.
–¿Qué querías?- apura ella.
Trago saliva. –Es que el lunes te vi en el McDonalds de—
–De Florida, sí.- interrumpe- Estabas con Paz y Gutiérrez.
Guardo un momento de silencio. Un instante, apenas. Cada segundo cuenta. No, no cuenta. Resta. –Sí, había ido solo y al verme se sentaron conmigo.- mentí- Pero quería preguntarte…
–¿Qué?- apura ella.
–Noté que comías sola, y yo también… No sé si hoy querrías…- balbuceo. Me escucho, como con delay, y me arrepiento de las palabras, del tono y de mi vida.
Ella me mira. Sonríe. –No, gracias.- me dice para dedicarse a hojear unos papeles.

–Hola.- me dice la recepcionista mientras voy caminando hacia ella.
Me muero por dentro pero mi sombra me patea los talones y llego hasta su perfume. –Hola.- apenas puedo balbucear.
–Te vi en el McDonalds el lunes, ¿no?
–Sí, sí…- respondo- Te vi también. Se me habían colado Paz y Gutiérrez. Sino te hubiera invitado a que te sumes—
–Gracias.- interrumpe ella- Perdón, perdón… ¿me decías?
–No, que noté que también comés sola. Y, bueno…
–¿Sí…?- rellena ella, con una sonrisa.
Sólo por aquella sonrisa le diría que la amo, que quiero que tenga mis hijos y criarlos en una casita verde en Ushuaia. Pero me contengo. Trago saliva. –Quería preguntarte si hoy te gustaría…
–Me encantaría.- adelanta ella.

Suspiro. Me sueno el cuello. –Una de dos.- me digo- Alguna de las dos opciones será.
Voy caminando hacia ella con el corazón latiéndome, el páncreas protestando y mi sombra pateándome los talones. Todo junto. Pero igual la miro a los ojos. Finalmente la miro a los ojos.
–Hola.- me dice.

lunes, 21 de mayo de 2007

Una mirada más cercana

–Dale.
–No sé si salgo.- reitero- Me quedo a estudiar.
–Dale.- insiste Paz- Vamos al Mac de Florida. ¿Te prendés?
Me sueno el cuello. Suspiro. Contemplo comer solo, como vengo haciendo desde que mis amigos renunciaron. Me imagino, por el otro lado, los diálogos que puedo llegar a escuchar con ellos mientras apuro el almuerzo. Medito también la posibilidad de incendiar la oficina y saltar por la ventana.
–Bueno.- susurro, y me sorprendo al hacerlo.
Caminando hasta ahí, Gutiérrez me canta Hakuna matata. Quisiera sodomizarlo con una estatua de San Martín pero sólo le sonrío. Mientras tanto, Paz se me pone a hablar sobre un curso de enlaces satelitales y NOCs. Quiero decapitarlo con una motosierra oxidada mientras le grito que soy estudiante de cine. Pero finjo escucharlo.
Nos sentamos. Dudo. Dudo si estoy ahí para estudiar más de cerca al enemigo o porque de a poco me estoy volviendo uno de ellos. Resisto la idea. Pocas personas se replantearon tanto su vida mientras comían un Big tasty como yo lo hice. Y, para colmo, mientras estaba rodeado de estos imbéciles comiendo un sándwich de vaca mutante, ella vino. Ella. La recepcionista. Y me miró. Desvió la mirada enseguida. Pero me vio. Entre ellos.
Terminé de tragar mi bocado. Los miré. Sí, sin dudas es para estudiar más de cerca al enemigo. Paz siguió contándome sobre su curso de enlaces satelitales y esta vez lo escuché atentamente.

viernes, 18 de mayo de 2007

A veces...

A veces quisiera de un grito derribar esta ciudad. Me sentaría sobre los escombros y miraría al cielo desnudo, desprovisto de los edificios y los cables que antes lo arañaban. Fumaría un cigarrillo, un habano tal vez, y, tarareando alguna canción francesa, caminaría hacia el campo. Sin una bocina de por medio. Sin un insulto. Ni un oficinista. Sólo el polvo desperezándose en el aire. Pero luego, con insospechada tristeza, me doy cuenta que jamás podré concretar mi fantasía. No conozco ninguna canción francesa.

miércoles, 16 de mayo de 2007

No sé cuándo renunciar...

La verdad es esa. No sé cuándo renunciar. Quizás es por melancólico o tal vez por cobarde, pero no lo sé. Y eso que la empresa no para de darme motivos.
Empezaron por el café. Amo el café, y el de la máquina de acá era razonablemente bueno. Pero los sinvergüenzas optaron por ahorrar, cambiándolo por uno horrible. Tiene gusto a Napalm. Continué tomándolo, no obstante. Algunos opinan que es un acto de rebeldía, que al hacerlo postulo que podrán economizar todo lo que quieran pero nunca privarme del derecho al café. Otros afirman que soy un imbécil arruinando mi intestino.
El golpe siguiente lo dieron mis amigos. Renunciaron todos. Todos. Me dejaron entre oficinistas anémicos que, de haber sido contemplados por el Eslabón Perdido en una premonición, seguro se habría castrado.
Continuaron con Paz. Lo sentaron al lado mío. Paz y sus CDs de Paulina Rubio es un arma biológica de indudable efectividad. Encima el tipo se la pasa hablando con su novia por teléfono. Por horas. Horas. Y yo, por contigüidad, me entero de su interna, de sus discusiones, reconciliaciones y planes para ir a Temaiken. No sólo eso, sino que cuando no habla con ella busca hacerlo conmigo. Ya no sé cómo ignorarlo. Empleé todas las excusas posibles. Fingí trabajo, actué repentinas ganas de ir al baño, incluso recibir un mail que requería mi inmediata atención. Pero en este último caso Paz se me acercó para leerlo conmigo. El tipo no tiene códigos. Encima tuve que improvisar y abrí un mail de mi vieja en el cual comentaba que me había comprado unos boxers. Un papelón.
La explicación más razonable es que fui un juez de la Inquisición en la vida pasada y esta oficina es mi infierno. Encima alquilo, y volver a lo de mi vieja que me compra boxers y me lo avisa por mail está fuera de mis opciones.
–Estoy condenado a esta oficina.- murmuro mientras tomo este café ácido y Paulina Rubio suena de fondo, colándose entre los auriculares de Paz. Levanto la cabeza, anoto la hora en la que Gutiérrez fue al baño y busco a ver si está ella en la impresora. Pero no.
Quizás saber cuándo renunciar es saber cuándo decir adiós. Saber decir adiós es saber crecer, ¿no? Sabes crecer es lógicamente saber madurar. Saber madurar es saber vivir. Y saber vivir es imposible. Entonces podríamos resumir esta ecuación diciendo que saber cuándo renunciar es imposible. Esa es mi única esperanza mientras tomo otro trago de Napalm –perdón, de café– y elaboro mi venganza. Pues no sé cuándo renunciar pero sí lo que planeo hacer anter de mandar el telegrama.

lunes, 14 de mayo de 2007

Fantasioso y asesino

Un día, con algo de dinero ahorrado, voy a ponerle un fin. Me gusta imaginarlo. Lo necesito. Más aún los lunes. Entonces, después de haber sacado cuentas, analizado alternativas y meditado las críticas de mi padre y los escobazos de mi madre, iría hasta lo de mi jefe.
Con un nudo en la garganta –el de mi corbata–, le diría que renuncio. Él levantaría su mirada hasta que diera con la mía para decirme: –Ok.- y volvería a hojear unos papeles. Me quedaría parado sin saber cómo reaccionar. Notaría, sin embargo, que tenía los puños cerrados, y que me temblaban.
Después de tres años y medio, frente a mi renuncia, recibiría esa módica palabra. Ok. Ni un intento de retenerme, ni siquiera el más mínimo interés por el motivo de mi partida. Sólo ok. Ok y nada más. Tres años y medio de mi vida, casi mil días hábiles, casi ocho mil trescientas dieciséis horas –¡sí, hice la puta cuenta!–, atragantándome con la angustia de verme obligado a frecuentar esa rutina y, al irme, ¿recibiría sólo ese estúpido, insensible, foráneo ok?
No, no estaría caliente. Te parece nomás.
–¡No!- me escucharía gritar de repente- …tres años y medio. Tres putos años y medio. ¿Y ok? ¿Ok? Tres años y medio. Es un pibe, así de alto. Eso estuve acá. Todo ese pibe, todo, estuve yo acá adentro. ¿Y así me decís cuando me voy? ¡¿Ok?!
–Calmate, por favor.
–Ahora, hay que saber ser hijo de puta, ¿eh?- empezaría- Tener a cargo a veintipico de pibes, psicopatearlos, obligarlos a parámetros que vos no respetás, delegar todo tu trabajo, y ser tan, tan… no sé, tan poco humano. ¡¿Ok?! ¡¿Cómo mierda se te ocurre decir ok?!
Él se aflojaría la corbata y rascaría su nuca. –Decime qué querés y yo—
–Llegaste a jefe por amiguismos o porque supiste prostituirte por más tiempo que yo. ¿Eso me queda? ¿Atragantarme con mi vida cada puto día por diez años hasta cobrar tres veces más por sólo delegar mi trabajo? ¿Y entonces qué? ¿Psicopatear porque fui psicopateado? ¿O ser comprensivo porque te tuve de ejemplo de lo que no quiero? ¿Y qué? ¡Mirá afuera! Mirá la cantidad de edificios, la interminable cifra de ventanas.- diría, elevando mi voz y el lirismo de mis palabras- ¡Mirá!- insistiría, agarrándolo por el cuello para estamparle la cara contra la ventana- ¿Vos pensás que importa si en diez años logro ser un jefe bueno en esta puta empresa? Yo creo que no.- sacaría mi mano de su cuello- Cada cual, a su modo, tiene que saber soportar su propia finitud. Contentarme acá, empleado o jefe, no es lo mío. Pero vos sos un mediocre y siempre lo vas a ser… estás en tu lugar.
Iría hacia la puerta. Recién entonces me daría cuenta que estaba toda la oficina de pie, inmóvil, mirándome. Estaba parado hasta el freak de Rivera, que ni se enteró cuando Flavia se tropezó a tres metros de él, saliéndosele una teta para afuera, y ocasionando que Gutiérrez se tentara y le salga algo de café por la nariz, hasta él, te decía, estaría parado mirándome. Frente a semejante público, giraría cinematográficamente hacia mi jefe. –Renuncio.
Él me miraría largamente. Se encogería de hombros. –Ok.
Yo sonreiría. Daría dos pasos hacia él, pensando qué decirle. Estaba a mi altura retrucarle con algo ingenioso, cínico. Un elaborado sopapo lingüístico. En cambio, lo desmayaría de un derechazo en la mandíbula.
Y me iría. Me iría entre la galería de corbatas y escotes que me aplaudían cinematográficamente. Agarraría entonces a la de recepción, la alzaría en mis brazos, y con el codo presionaría el botón del ascensor. La miraría a los ojos para ver en ella un respeto hacia mí que nunca antes había existido. La iba a besar pero, al abrirse la puerta del ascensor, me encontraría a los de seguridad.
Sonreiría. La besaría en la frente para bajarla de mis brazos. Iría con ellos. Alguno de mis compañeros los habría llamado. Alguno que sí estaba dispuesto a atragantarse con su vida por diez años para ser el pez más gordo de una pecera anémica. No me preocuparía. No importaba. Mientras miraba a los números del ascensor, descendiendo hasta la certeza de que para sobrevivir hay que resignarse, me diría que no importaba. Averiguaría quién había sido. Y a él también le llegará su turno.
Sí, los lunes me ponen fantasioso y asesino.

viernes, 11 de mayo de 2007

Ese típico amor de oficina…

La amo. Nunca le hablé pero la amo. Trabaja acá, en la oficina, pero en otro proyecto. Estudia química. Yo, cine. No sabría de qué hablarle. Sí, es verdad: estoy intentando disculpar mi cobardía. La cuestión es que no me animo a fingir un encuentro casual en la cocina. Y si lo hiciera, ¿con qué excusa inicio una charla? No quisiera emplear un latiguillo oficinístico. Que el café apesta, que por suerte es viernes, que hace un tiempo de locos, ni nada así. No. No con ella.
Cuando va a buscar algo a la impresora se me va la vida por los ojos. Pocas mujeres tienen tanta sensualidad mientras esperan que se impriman unos papeles. No la miro. Me aferro a ella. La visto con el deseo incensurable de mi instinto y mi cultura. Adivino el tacto se su piel, y de sus labios. Me aventuro a imaginar su cuerpo desnudo poblado por perfumes y sabores secretos. La arropo con anhelos y frustraciones, mientras mi razón me abandona. Pero, como suele pasar, finjo mirar hacia otro lado para que nadie se avive. Lo único que supera a la velocidad de la luz es la velocidad de un rumor en una oficina. Aprovecho a Gutiérrez que está parado al lado mío, sonriente. –Escuchate esto.- me anuncia- Los ladrones de guantes blancos deben estar muertos de hambre. Después de todo, hay muy pocos guantes blancos que robar.- me dice, al borde de una carcajada.
Finjo una sonrisa. –Lamentable.- censuro.
Él, satisfecho con mi respuesta, como si en verdad hubiera celebrado su chiste, se lleva Ana Karenina bajo el brazo y va hacia el baño. Giro hacia la fotocopiadora. Ella no está.

miércoles, 9 de mayo de 2007

¡El muy sinvergüenza...!

No puedo creer que todavía siga ahí. Gutiérrez, digo. El muy sinvergüenza. Gutiérrez es la arma más osada, la menos sutil, que esta oficina ha empleado contra mi cordura.
Lo odio. Así de sencillo. Lo odio. Ahora que lo pienso, creo que nunca cruzamos más que un par de palabras, algún que otro comentario sobre el clima o el subte mientras esperábamos al ascensor. Cosas así. Pero, de todas formas, lo odio. Son de esos odios que uno tiene en la oficina, a la distancia, para matar el tiempo nomás.
Aunque el sinvergüenza de Gutiérrez hace su parte también. Para empezar, va unas doce veces al baño por día. Diecisiete fue su record. No exagero. Diecisiete. Llevo una cuenta. Tengo un cuaderno donde anoto cuántas veces va, y el tiempo que tarda. Llegué a la conclusión que cada tres días se pasa uno en el baño. ¡El muy sinvergüenza…!
Aparte, lleva libros. Al baño de la oficina, sí. Libros. No un diario o una revista. No. No el celular para jugar al tetris, como hago yo. No. Libros. El tipo no tiene pudor. Y ni siquiera son pasajeros, cortos. No, no. Se lleva unos enormes. Descomunales. Libros que son dos o tres libros abrazados, que devoraron a un bosque entero para obtener su papel. Y el muy sinvergüenza lee buenos libros. Porque si lo viera con algo que no soporto, bueno, tendría sentido con el paradigma de odio que siento por él. Pero no. Lee lo que yo leo. Y eso duele más. Que alguien que uno considera un estúpido, un anémico de alma, frecuente algo que amamos duele más.
No sólo eso. Canta. Sí, canta. Gutiérrez canta canciones de El rey león. No todas. Dos. Todo el tiempo las mismas dos. Se pone unos auriculares obscenamente grandes y canta Hakuna matata y The lion sleeps tonight. Las canta, no sé, dos veces por día. Y no sólo eso. Me mira sonriente mientras canta, esperando que lo imite, y yo, sin saber qué hacer, le sonrío, mientras fantaseo con partir su cráneo con aquel matafuego.
Lo odio. Hace media hora vino, me señaló la novela de Tolstoi que estoy leyendo. Sonrió. –Ana Karenina.- dijo, mientras me mostraba que él tenía el mismo libro en sus manos. Asentí con la cabeza y abrí en la computadora una página de trabajo, como para fingir que estaba ocupado. Él se llevó el libro bajo el brazo y se fue al baño tarareando Hakuna matata. Dije que hace media hora que vino. No puedo creer que todavía siga ahí. Gutiérrez, digo. ¡El muy sinvergüenza...!

lunes, 7 de mayo de 2007

Otra semana más

Otro día. Otro lunes. Otra semana más.
Tacho los días en el almanaque de mi box como si fuera un preso contando los días. A él, cada día tachado lo acerca a su libertad, ya sea bajo el sol fuera de la cárcel o bajo el humo en la silla eléctrica. A mí, cada día tachado sólo me acerca a un nuevo almanaque. La libertad me es ajena. Estoy condenado a esta oficina.
Debe pesar una maldición divina sobre mi persona. Hice lo imposible para que me despidieran con indemnización pero sigo acá. Mandé cientos de CVs y no me llaman de ningún lado. De ninguno. Pero yo hablé de una maldición divina. Lo sentaron a Paz al lado mío. ¡A Paz…! Preferiría lamer las vías del subte antes de hablarle. ¿Alguien me consultó? No. Hoy llegué veinte minutos tarde, como acostumbro, y lo encuentro dejando sus cosas. Mis puños se iban para su cara, como chancho para los choclos, pero me contuve.
–¡Qué cara…!- me dice al verme- Se nota que es lunes, ¿eh?- agrega, sonriente, con esa voz estúpida que tiene, pensando que el odio que me puebla se debe al día de la semana. Encima se me queda mirando. Espera una respuesta de mi parte, algo de diálogo, de cordialidad, de humanidad. Y yo que quería sodomizarlo con un arbolito de Navidad.
–¡Y…! Los lunes se complica.- murmuro. Él sonríe. Las frases estereotipadas funcionan con los estúpidos. Me desplomo en mi box. Lo miro. Pocos Beldent de frutilla fueron masticados con tanto odio como el que estaba en mi boca en ese momento. Intento relajarme. Mientras Paz acomoda sus CDs de Paulina Rubio tacho al lunes de mi almanaque.
Otro día. Otro lunes. Otra semana más. Pero no importa. Tendré mi venganza.

viernes, 4 de mayo de 2007

Al menos es viernes...

Es viernes. Un desgano titánico me puebla. Miro al relojito de mi monitor. Aún falta una hora para poder salir de esta oficina, reptar hasta el subte e intentar ser alguien. Una hora falta. Y es intolerable. Imposible.
–No llego a las seis.- me digo, desesperado, mientras voy a buscar un poco de ese café ácido que hay acá. Odio ese café pero me sirve para mantenerme ocupado un rato. Es todo así en esta oficina. Ganar unos minutos con el café, revisando el mail, mirándola mientras va a la fotocopiadora.
Vuelvo a mi box, con el vasito de café. Tomo un sorbo para poner cara de asco.
–¿No te gusta?- dice sonriente el estúpido de Gutiérrez que se sienta cerca.
–Tiene gusto a Napalm.- murmuro, para tirar el vasito.
Levanto mi cabeza sobre mi box y veo la oficina donde estuve tres años. Es el lugar donde supe entablar amistades entrañables, que renunciaron todas. Es el lugar donde viví un amor, no correspondido. Es el lugar donde escribí mi novela por dos años y medio, antes que formatearan mi máquina sin consultármelo. Es el lugar más parecido al Infierno que conozco. Es donde me veo atrapado. Al menos, hasta que conciba mi venganza. Porque tan fácil no les voy a dar mi renuncia. Van a sufrir estos sinvergüenzas. Sólo tengo que idear cómo.